C. 3 – La convención “realista” y sus transgresiones


 

Una gran cantidad de ensayos críticos que ponen su foco en las narrativas de los siglos XX y XXI muestran que la Causalidad verosímil o “realista” –de raíz objetiva– convive y muchas veces es asimilada por una Causalidad ficcional, que no consiste en otra cosa que Lo Fictus: la lógica estructural, estilística y semántica propia de cada texto. Es en la segunda, precisamente, donde se localizan algunos de los recursos más utilizados por la literatura contemporánea: los sueños, las fantasías, las invenciones pseudocientíficas, la superposición de espacios y tiempos paralelos, las ucronías o los hechos extraños, por nombrar algunos. Si bien es cierto que la novela ha sumado a su corpus géneros no estrictamente literarios que trabajan con la veracidad como cimiento (la historia, la ciencia, la foto y el cine testimoniales, el periodismo o la confesión), esa anexión colonizadora no se registra casi nunca bajo la condición de mímesis, sino de una simulación de Lo Real, de una “estilización de la realidad”, señala Bajtín.

La incorporación de causalidades artificiales y artificiosas a las narrativas nace, creemos, con la Literatura misma. Aunque hay historiadores que ubican sus orígenes en la denominada “Novela Sofista” y en la picaresca de la Antigua Grecia, es lícito pensar desde una visión secular que ya se encuentran en epopeyas míticas (Gilgamesh, Ilíada y Odisea), en cuentos folklóricos sobrenaturales (la tradición oral recopilada por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm o los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer) y en escritos sagrados-religiosos que, en más de un tema, parafrasean la Epopeya de Gilgamesh. Estos textos confirman que, desde épocas inmemoriales, los seres humanos alternan –inclusive en una misma página– entre relatos que le dan prioridad a la representación del mundo conocido y relatos que prefiguran o inventan territorios mitológicos, desnaturalizados o inhumanos (Las mil noches y una noche, la recopilación medieval de cuentos de Medio Oriente).

Desde las literaturas de vanguardia posteriores a la Primera Guerra Mundial y los ensayos sobre la producción verbal de los Formalistas rusos (Josefina Ludmer sostiene, con varios ejemplos, que cada teoría responde a una escuela artística), se observa que una amplia parte de las narrativas y las poesías trastrueca los patrones “realistas” con otros patrones en los que predominan causalidades ficcionales o metafóricas. Y se observa además que este cambio no solo afecta el orden semántico de los textos, sino también el sintáctico. Para comprobarlo, basta leer la novela-collage Manhattan Transfer, de John Dos Pasos, publicada en 1925, o analizar textos de los poetas dadaístas y surrealistas. Desde la instalación de estos modelos de construcción literaria fundados en lo onírico, en lógicas particulares y en quiebres sintácticos que otorgan nuevos sentidos, los escritores se liberan del karma de la representación y elaboran mecanismos de resignificación del lenguaje por medio de transgresiones a las convenciones instituidas en canon.

Uno de los prototipos de desplazamiento desde una Causalidad verosímil hacia una Causalidad ficcional se halla en El Proceso [1]: como todos saben, se basa en la sustanciación de un expediente judicial contra Josef K., por lo cual es factible leerla como una Novela Policial. Sin embargo, las reglas deductivas del género, tal como indica el patrón clásico británico, y las reglas del “Realismo sucio” del patrón norteamericano son perturbadas en este relato de Franz Kafka a partir de un hecho mínimo: desde el primer capítulo queda identificado el culpable –es decir se desintegra el enigma, uno de los sostenes del Policial– y se vislumbra que ese “delincuente” tendrá una condena, pero nunca se conoce cuál es el delito que cometió. Una vuelta de tuerca contra Dostoievski, diría: castigo sin crimen. Otro ejemplo clásico se aprecia en las nouvelles de Manuel Puig, quien pulveriza la categoría de Narrador, aunque conserva con las características tradicionales la categoría de Personaje, como bien señalan Ludmer y Piglia.


. El pacto antirrealista


A principios del siglo XX, se impuso una nueva convención de la producción verbal con cualidades antirrealistas y antinaturalistas: la Literatura debía ser construida “contra la alienación de la vida moderna” (contra lo que suponemos es la realidad social), por lo cual una de sus funciones ideológicas consistía en “la subversión de las normas establecidas”, como asegura Josefina Ludmer en Algunos problemas de teoría literaria. En consecuencia, comenzaron a valorarse las variaciones estilísticas dentro de un mismo texto (Recordemos: cada capítulo de Ulises, de James Joyce, está escrito con las pautas de una escuela diferente, inclusive poco empleadas en esa época), las rupturas, las incoherencias, los fragmentos, los monólogos interiores y las temáticas tabú. Por caso, la reivindicación surrealista de Lautréamont, Rabelais y Sade, el mencionado collage de Dos Pasos o los de uno de sus continuadores, Julio Cortázar, en las novelas Rayuela y Libro de Manuel.

En su ensayo Problemas de la poética de Dostoiesvki, Bajtín brinda un motivo convincente para esa transformación: “Los escándalos y las excentricidades destruyen la integridad épica y trágica del mundo”, tal como concebía Aristóteles en su Poética la Épica y la Tragedia. El teórico ruso piensa, nos parece, en la carnavalización de la Literatura en la Edad Media y el Renacimiento, una de sus especialidades. En contraste, las narrativas contemporáneas “destruyen la integridad” aristotélica no ya con extravagancias, pues no tendrían el mismo sentido social que en el Medioevo, sino alterando las reglas dominantes.

Un prototipo de esta revuelta normativa se encuentra en la Tragedia, cuya vigencia –desde los clásicos griegos hasta hoy– se basa en que interpreta e interpela los sentimientos de los seres humanos como ningún otro género lo ha logrado. Durante siglos, presentó un marco que solo albergaba a la nobleza o a la alta burguesía (Edipo Rey, de Sófocles, o Anna Karenina, de León Tolstoi), mientras desatendía las pequeñas desventuras de la “gente del común” o las relegaba hacia una parienta bastarda: la Novela. Por el contrario, la literatura actual asimila a grandes rasgos sus antiguas convenciones y, al mismo tiempo, cuenta las peripecias fatídicas de los “sin nombre”. La citada Rabia, de Sergio Bizzio, es una buena manifestación de la metamorfosis de una tragedia moderna, cuyas antiguas convenciones quedan asimiladas en una novela que avanza a golpes de causalidades ficcionales.

De la misma manera opera, creemos, la llamada “Trilogía de Varones”, de Selva Almada. Las novelas El viento que arrasa, Ladrilleros y No es un río se apoyan en un pacto “realista” para construir estructuras trágicas con causalidades verosímiles, pero ese sistema está atravesado continuamente por causalidades ficcionales que transgreden lo que suponemos es Lo Real: sueños como motor de la verdad, vaticinios y una suerte de presciencia que estipula el futuro. Un realismo híbrido, podría decirse, que está focalizado en relatar experiencias de microsociedades del Litoral argentino con un lenguaje referencial, despojado (muchos diálogos directos y modismos lugareños), descriptivo y hasta cierto punto “naturalista” o animista, dado que el paisaje y el clima forman parte de las tramas y se erigen como personajes decisivos.

En El viento que arrasa, el Reverendo Pearson, su hija Leni (Elena), el mecánico Brauer y el hijo de este, Tapioca, componen una dramática “comedia humana” alrededor de una road movie, de un automóvil descompuesto y de la posibilidad de evangelizar “almas puras”. La segunda, Ladrilleros, está tejida alrededor de una muerte anunciada o de varias muertes para ser exactos: la de Miranda, la de su hijo Marciano y la de Pajarito Tamai, en una contigüidad de tragedia entre capuletos y montescos que transmiten sus odios por generaciones. La última, No es un río, se construye en torno de las antipatías ancestrales de los nativos de una isla (Aguirre y su amigo César) a los turistas que esquilman sus ríos con la pesca: Enero Rey, el Negro y el joven Tilo, único hijo de Eusebio, un amigo de los dos primeros que falleció ahogado durante una funesta noche de pesca.

El viento que arrasa, Ladrilleros y No es un río se organizan a partir de pequeñas historias verosímiles que, en su desarrollo, se transforman en épicas de pueblo chico y que culminan persistentemente con el uso de la violencia. Dos de los puntos neurálgicos de la Trilogía son, acaso, el funcionamiento de las sociedades pueblerinas –con sus apegos, sus desafectos y sus traiciones– y el cuestionamiento del concepto de familia como núcleo protector de sus integrantes, una percepción falsa si nos atenemos a las narraciones de Almada. Otro de los rasgos “realistas” de la trilogía se estriba en un peculiar naturalismo dentro del cual el sol (“Bola de fuego que se apaga en el río”, se lee en la tercera) y el calor cumplen con el papel de transfigurar los ánimos y las personalidades, mientras las geografías se animizan y persiguen a los seres humanos: los tres argumentos están enmarcados por paisajes desérticos o exuberantes del Litoral argentino, cuya hostilidad explica parcialmente la hostilidad social de los personajes.

Asimismo, las tres novelas poseen elementos épicos: En El viento que arrasa, el pastor se enfrenta a un hombre mucho más fuerte para salvar el alma pura de Tapioca. En Ladrilleros, acaban –sevillanas de por medio– los conflictos ancestrales de dos linajes enfrentados. En No es un río, los isleños apalean a los visitantes y queman su campamento con el coraje que les da el alcohol. Hasta aquí, le dan prioridad a la representación del mundo conocido.

Estas características están, sin embargo, traspasadas por una causalidad ficcional predominante, la presciencia, sobre todo en la tercera novela: uno de los personajes centrales (Enero) sueña desde chico con el futuro ahogado (Eusebio); un curandero (padrino de Eusebio) tiene la capacidad de predecir la desgracia pero lo hace demasiado tarde para evitarla; una madre isleña (Siomara) tiene pesadillas despierta y espera el regreso de sus hijas muertas, Lucy y Mariela, quien a su vez –en una perfecta mise en abyme– sueña con el accidente automovilístico en el que ella y su hermanita fallecerán o fallecieron, algo que no sabemos porque el tiempo cronológico queda por momentos envuelto por analepsis (flashback) o prolepsis (flash forward).

Lo Sobrenatural tampoco está ausente en la estructura de la trilogía: tanto en No es un río cuanto en Ladrilleros, los muertos movilizan la trama e intervienen para evitar más desgracias o para acentuarlas. En contraste, El viento que arrasa transita por un costado metafísico: presenta al reverendo Pearson cargado de un pasado de “pecados” y de un idealismo un poco monstruoso, siempre atado a su dios, después de haber abandonado a la madre de su hija Leni, quien actúa como el contrapeso realista: “Se entretenía mirando por la ventana el ir y venir cansado de las prostitutas y travestis, vestidas con la ropa suficiente como para casi no tener que desvestirse cuando aparecía un cliente”.


. Emancipación de la verosimilitud


Las corrientes de vanguardia del siglo pasado que se emanciparon de la verosimilitud “realista” estimularon a que muchos textos ficcionales exhiban hasta hoy una doble faz: por un lado desarticulan pautas de lo que es –o lo que era– considerado “Lo específico literario” (o Literaturidad, como definen los Formalistas rusos) y, por otro lado, conservan fórmulas ya aceptadas por la crítica, los lectores y las instituciones de la Literatura. Dentro de esta tendencia reformista, el desmoronamiento de las reglas vigentes en ningún caso es total pues, de lo contrario, se ingresaría en el campo de lo ininteligible. Tampoco el acatamiento a viejos cánones es absoluto, dado que, si así fuera, los textos permanecerían en un territorio adyacente al del Realismo o al de otros arquetipos artísticos. O sea, se cumple lo que el teórico Jan Mukarovsky denomina “una autonomía dialéctica entre Literatura y normas”. 

El movimiento en espiral de las narrativas contemporáneas es, nos parece, una evidencia más de que a lo largo de la Historia la edificación de nuevos modelos literarios se ha logrado introduciendo variantes a los patrones precedentes y no demoliéndolos por completo para empezar desde cero, como pretendió la escuela bautizada como “Realismo socialista”, que en vez de producir una corriente revolucionaria o progresiva engendró una retardataria hacia el Naturalismo decimonónico.

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Bibliografía recomendada para profundizar en el tema Causalidad ficcional

Reseña: La trilogía de varones, de Selva Almada


Nota

[1] – La novela El Proceso, del checo Franz Kafka, fue publicada en 1925 y escrita en la misma época que Ulises.
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Glosario

. Analepsis (flashback): La escena retrospectiva es una técnica –muy usada en Literatura, cine y televisión– que altera la secuencia cronológica de un argumento y traslada la acción al pasado. Lo contrario de la Prolepsis.

. Carnavalización: la representación dentro de la Literatura de los fenómenos que nacen en el carnaval medieval: la desacralización, la nivelación de rangos sociales, el sexo, el alcohol, la irresponsabilidad, la sátira contra los poderosos.

. Literaturidad: lo específicamente literario que hay en un texto. Concepto acuñado por los Formalistas rusos.

. Mise en abyme (francés: puesta en abismo): Es una técnica narrativa que consiste en introducir una historia dentro de la historia principal que se relata, a la manera de una refracción con temática similar. En general, ambas historias se complementan semánticamente o la primera modifica el punto de vista de la segunda.

. Presciencia: el conocimiento de los hechos y las cosas futuras.

. Prolepsis (flash forward): es lo contrario de Analepsis. Las secuencias de la trama viajan hacia el futuro. En Filosofía, es el conocimiento anticipado de un hecho.

. Resignificar o Resemantizar: alterar el sentido habitual de las palabras y darles nuevos significados sociales.


© José Luis Cutello, 2021 

Foto: Myrna Leal