La voz de la madre, apuntes al paso


 

La voz de la madre, última ¿novela? de Silvia Arazi, tiende a reconstruir un paraíso perdido en el mismo sentido en que lo hace La ruta de los hospitales, de Gloria Peirano. En ambos textos es la voz de la madre la que refiere y parece ordenar el relato, pero es la hija-narradora la que da sentidos al seleccionar y deconstruir secuencias de una historia familiar (posible historia familiar). En este punto, advertimos que hay una simulación (al fin y al cabo hablamos de literatura): las madres parecen tener una voz potente aunque, en verdad, son apenas referidas.

Las conversaciones compartidas entre madres (que ya no están o que están sublimadas por el relato) e hijas (que tienen la compulsión de darles la palabra y nombrarse) construyen dos entramados que podrían catalogarse (manía de los críticos) dentro de las “literaturas del yo”. Por más que la narradora de La voz… se proponga escribir o leer con los ojos de la madre “en los míos”, lo que logra en verdad es “restituir con palabras el sentido de algo que no logramos ver”: el pasado y una madre ausente.

 

La lengua madre

La historia comienza con el “primer” encuentro de los tres hermanos adultos “fuera de nuestra casa materna”, dice el relato. Al memorar el epígrafe de La separación, también de Arazi, uno sabe que tampoco en este caso la narración será inocente. En efecto, la casa materna era hasta entonces la “lengua madre” y un reino con límites precisos que contenía a los hermanos en dispersión. Esa “lengua madre” será desmenuzada, a lo largo de las páginas, por un ojo clínico que representa -a la vez- a la narradora y a una de las protagonistas, en un juego de espejos. El primer juego, que será anunciado al comienzo del libro, es la “teatralidad” de los tres hermanos, encerrados en sus respectivas “cárceles de hielo”, y la espontaneidad de alguien que es ajeno a la sangre: una cuñada.

El segundo juego se dará en los modos del habla. La hermana (“La más normal”, dice la narradora) utiliza “ciertas expresiones fuera de uso” como si se los hubiera legado la madre, Rosita. En cambio, el hermano, que “se hace el gracioso”, está sólo preocupado de que se revele algún secreto familiar: “No hace falta que cuentes todo”, le dice a la narradora.

En esta operación literaria, la familia debería quedarse tranquila porque la biografía de la madre-referida es en verdad un pretexto para escribir una autobiografía, una “literatura del yo”. Si bien la narradora anuncia que escribe un libro para “ella”, para la madre, hay una salvedad textual: “Darle mi voz” que no es otra cosa que escribir acerca de un “Yo” y de la perspectiva que tiene ese “Yo” para juzgar a su familia o al mundo. Podría inferirse que en los diálogos entre madre e hija se oculta, como dice el texto, “otra cosa”.

En todo diálogo se oculta algo.

 

Habla con el filo de un cuchillo

Abundan en La voz… metáforas religiosas, que siempre son amorosas o tremebundas. Una bandeja de asado humeante “huele a paraíso”. No es casual entonces que esté en manos de un hombre (en la mitología del Paraíso, las figuras masculinas mandan) que, minutos después, tendrá en su mano una “especie de tridente” -símbolo atribuido a Belcebú en la mitología alemana- que en una escena imaginaria se clavará en el corazón de la narradora para “evitar que revele los secretos de la familia”. Una familia en la cual “nadie hablaba de amor”.

Los hombres, como en toda la tradición monoteísta desde Yahveh hasta Lacan, son la autoridad y sus palabras hieren. Las palabras del padre “podían tener el filo del acero”, dice la narradora.  La “voz del padre” inspiraba “temor” con su sola mirada. José, el padre, “hacía llorar” a la madre, al parecer en el mismo sentido en que Pedro atemorizaba a la Lucía de La separación: “usaba sus palabras como un arma de guerra”.

José parecía hablar para molestar a la madre de la narradora: “No puedo recordar un solo momento en el que él le hiciera un comentario positivo acerca de su aspecto”. “Yo veía cómo sus comentarios ácidos erosionaban todavía más la pobre imagen que ella tenía de sí”, cuenta. Y Rosita, sumisa como las mujeres en esa tradición, aprobaba: “Soy ignorante, soy tonta, soy fea”.

Es quizá por esto que los temas más urticantes “no pueden hablarse” dentro de la familia, que es un lugar de teatralidad y además de “simulación”. La familia como la “jaula del silencio”, sostenida por un orden religioso. Lo sabemos: en la tradición más ortodoxa de los sefaradíes sirios, la opinión de la mujer “no cuenta”.

En ese orden patriarcal, hay temas tabú (“el sexo era lo innombrable”) y hay dragones: “miedo a que mi madre muriera, a la voz de mi padre, a no ser querida”… Un orden atávico, donde los hombres escriben la ley y las mujeres callan.

 

Lo que se oculta

Sin embargo, a lo largo de La voz de la madre no es José, el padre, quien pronuncia las palabras más tremebundas. Es, en cambio, Rosita la que se contagia de un orden patriarcal y represivo. “Quizás no vas a poder tener hijos”, dice o mal-dice después de una situación traumática que sufre la hija-narradora. Para completar el augurio, en las páginas finales agrega: “Vas a estar muy sola”. El mezquino acto de un hijo como sujeto de compañía, reflexiona la narradora, que siente en su propia piel las amenazas: “Vos hacés muchas cosas bien, ¡lástima que seas tan inconstante!”.

En esa voz algo aniñada, en esa mujer melancólica que le gustaban las canciones tristes, hay un dolor o una tristeza que se vuelca sobre la hija. De la misma manera que en La separación, la hija Lucía repite “frase horribles” que escucha de los padres.

La madre, una mujer que se consideraba “la más sonsa, la más feíta… y la más burra”, es caracterizada después por una mirada con “ojitos redondos de mono”. Es para la narradora la “falsa madre”, la que sufre “la atroz fealdad de la vejez” o “una marioneta a la que se le cortan bruscamente los hilos”.

Tras cumplir con la enumeración, la narradora-protagonista reconsidera a su padre (“No soy benévola con su memoria”): advierte entonces “la mirada de un hombre enamorado” en las fotos de boda de Rosita y José. O lee cartas que parecían reproducir diálogos románticos de películas de los años 50. El padre, un hombre “introvertido y parco” que no hablaba por hablar: “Cada una de las palabras de mi padre tenía el valor de lo extraordinario”. Por eso se pregunta: “¿Cuántos rechazos y desencantos padeció en los inicios de su matrimonio para para terminar siendo un hombre tan áspero y tan frío?”

 

“Escribir sobre el cuerpo de una madre”: la escritura como marca

La voz de la madre es una narración fragmentada que se potencia en las instancias de fractura. El episodio del embarazo ectópico o el del brutal accidente en la ruta hacia la Costa Atlántica desarrollan una pulsión de la protagonista por despertar y ser otra, física y psíquicamente. No casualmente se trata de un paso por el hospital neuropsiquiátrico Melchor Romero el que entrelaza parentescos entre “placer y muerte, sexo y muerte, maternidad y muerte”. Tampoco es menor, en la constitución del personaje principal, la especulación y la presciencia: “el modo en que Sebastián (un ex novio) miró al bebé de una vecina” fue motivo suficiente para un adiós, aunque conlleve a reflexiones oscuras sobre el no deseo de tener un hijo y las características de una “no-mujer”.

Esa presciencia está bien caracterizada por la cicatriz como otro método de ocultamiento en la familia, la marca en la frente, el “hueco” en el lado izquierdo de la frente de un retrato que sirve como anticipo de que lo vendrá. O como un sueño: “La curva que dibujaba ese hueco tenía forma de herradura”, con la misma forma que tendría más adelante la cicatriz del personaje principal. La hipocondría es un género literario como cualquier otro.

La voz de la madre contiene “páginas que escribo a fuego lento, entre largos valles de silencio”, como si la escritura pudiera recobrar el pasado y el tiempo perdido a lo Proust. Y la narradora-protagonista lo sabe porque la lengua es uno de los pocos lugares donde se siente “a salvo”.