Iglesia y dictadura: el sustento ideológico


 

El Episcopado argentino anunció en 2012, hace 10 años, que los obispos estudiarían la actuación de la Iglesia católica durante la última dictadura, aunque negó por anticipado “una connivencia” entre las autoridades eclesiásticas y la cúpula militar entre 1976 y 1983.

El entonces presidente del máximo organismo de la Iglesia católica, monseñor José María Arancibia, aseguró que hablar de “una connivencia es totalmente alejado de la verdad de lo que hicieron los obispos involucrados en ese momento”, al intentar refutar afirmaciones del genocida Jorge Rafael Videla para el libro “Disposición Final”, del periodista Ceferino Reato.

En una declaración, los obispos señalaron que “nos sentimos comprometidos a promover un estudio más completo de esos acontecimientos, a fin de seguir buscando la verdad, en la certeza de que ella nos hará libres”.

La anticipada refutación de Arancibia sonó algo discordante, sobre todo porque a esa altura no quedaba mucho por investigar: fiscales, periodistas e historiadores ya habían demostrado los múltiples rostros de los hombres de la Iglesia en esa época.

Quizás el estudio señero de Emilio Mignone “Iglesia y dictadura” podría ayudar a recordar, aunque no debieran olvidarse los libros “El silencio” y “Doble juego, la Argentina católica y militar”, de Horacio Verbitsky, como tampoco “Las dos iglesias”, de Carlos Santibáñez y Mónica Acosta, o “El golpe civil”, de Vicente Muleiro.

No obstante, es cierto, como dijo Arancibia, que “no todos los miembros de la Iglesia pensaron y actuaron con idénticos criterios”. El asesinato del obispo de La Rioja, monseñor Enrique Angelelli, y las denuncias sobre las atrocidades del régimen de los obispos de Viedma, Miguel Hesayne, y de Quilmes, Jorge Novak, están para certificarlo.

La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas terminó su recolección de testimonios en noviembre de 1984 y, pocos días después, trascendió a través de la prensa una lista de más de 1.300 nombres vinculados con la represión ilegal. Esa lista contenía un apartado de 15 sacerdotes católicos que fueron nombrados con distintos grados de participación. Los más importantes fueron el obispo de La Plata, monseñor Antonio Plaza; su par de San Miguel de Tucumán, Blas Victorio Conrero, el nuncio apostólico entre 1974 y1980 Pío Laghi y el único cura que pagó sus delitos: Christian Federico Von Wernich, todavía condenado a reclusión perpetua por crímenes de lesa humanidad.

Las relaciones entre la Iglesia católica y el Proceso quedaron expuestas en la última parte de la dictadura. En abril de 1983, el presidente de facto Reynaldo Bignone difundió el llamado “Informe final” que pretendía exculpar a los genocidas y brindaba tres datos que extraemos: “Los desaparecidos eran todos guerrilleros”, “los desaparecidos están todos muertos” y “las Fuerzas Armadas actuaron en nombre de Dios”.

Tal exabrupto hubiera motivado normalmente una reacción de la Iglesia. Sin embargo, la jerarquía del Episcopado no respondió. 

En julio de 1985, Rubén Capitanio, ex párrafo de San Lorenzo, Neuquén, aclaró la relación en una entrevista con el semanario “El Periodista”: La Iglesia “es responsable de miles de vidas, no por haberlas matado sino porque no las salvó. Cuando el Episcopado vio que podía ser acusado por la omisión, sacó un libro que daba cuenta de todas las gestiones que hicieron. Pero ese libro que pretendió servir de justificación no es más que la prueba para la condena, porque es un testimonio de que conocían lo que estaba ocurriendo”. Capitanio concluyó que “esto no debe extrañar de una iglesia que jugaba al tenis con el almirante Massera”.

La referencia fue un “raquetazo” al nuncio apostólico Pío Laghi: durante el Juicio a las Juntas, la madre de Plaza de Mayo-Línea Fundadora Nora Cortiñas testimonió: “Sí, él (por Laghi) vio gente torturada. Jugaba tenis con uno de los peores asesinos genocidas, el general (sic) Massera. Todas las mañanas iba a jugar tenis con él en un club privado. O sea, Laghi tenía un vínculo directo con miembros de la dictadura militar”.

Por lo tanto, no fue casual que la tristemente famosa frase “por algo será (que desaparecieron)” fue dicha en público por un prelado, nada menos que monseñor Antonio Quarracino, obispo de Avellaneda y presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano.

Plaza, obispo de La Plata hasta 1986 y fallecido en 1987, fue el más activo colaborador. Fue denunciado ante la CONADEP y durante el Juicio a las Juntas de haber “entregado a decenas de personas” que permanecen desaparecidas, entre ellas a su propio sobrino, José María Plaza, quien fue visto por última vez por testigos en la ESMA.

En noviembre de 1976, fue designado capellán mayor de la Policía de la Provincia de Buenos Aires con el acuerdo del entonces jefe, Ramón Camps. Entonces, visitó Centros Clandestinos de Detención, en compañía del titular de la bonaerense: el detenido Eduardo Schaposnik declaró en el Juicio a las Juntas que vio a Plaza con Camps en el centro clandestino ubicado en la División de Infantería de la Policía.

Este cura advirtió que los enemigos de la Patria “desplegaban sus satánicos planes” y su “accionar apátrida en la Universidad, cuna y foco de la guerrilla organizada”. Esa declaración fue su apoyo al documento “Subversión en el ámbito universitario”, publicado por el Ministerio de Educación procesista.

Plaza también respaldó el “autoperdón” de Bignone: “Las leyes de amnistía en toda la tradición del mundo, nunca fueron cosa mala, es algo que aquieta los espíritus. Esto no debe tornarse para nosotros como los encuentros de Nuremberg, para ir a buscar y matar gente, cometiendo un montón de irregularidades y llevarse al pobre Eichmann”.

“El pobre Eichmann” fue Karl Adolf Eichmann, teniente coronel de las Schutz-Staffel (SS) y responsable de “la solución final” nazi para los judíos de Polonia y Alemania. El 1 de Mayo de 1960, fue secuestrado en la Argentina, donde se ocultaba, por un comando del Mossad israelí. La mención le costó a Plaza la destitución como capellán policial, en una de las primeras medidas que tomó el presidente Raúl Alfonsín.

Por su parte, Conrero tuvo una activa participación en el Operativo Independencia y solía reunirse con los generales Adel Edgardo Vilas y Antonio Domingo Bussi, a cargo de la represión en el campo de concentración que funcionaba en la Jefatura de Policía. Allí fue visto por testigos que declararon en el juicio que finalizó con la reclusión perpetua de Bussi. 

En el caso del obispo de Paraná, monseñor Adolfo Servando Tortolo, se registró la más “siniestra complicidad”, sostuvo Mignone. Según el fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), durante una reunión con la Junta Militar en 1976 el entonces presidente de la Conferencia Episcopal y Vicario Castrense acordó que antes de detener a un sacerdote las Fuerzas Armadas avisarían al obispo respectivo.

Christian Von Wernich fue “el confesor” de Camps. Sus delitos fueron denunciados por testigos a la CONADEP, aunque quedó impune entonces por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. El cura operaba en la Comisaría 5ª de La Plata, en la Brigada de Investigaciones de La Plata y en los centros clandestinos “Puesto Vasco”, “Coti Martínez” y “Pozo de Quilmes”, ratificaron en el Juicio por la Verdad de La Plata tres sobrevivientes. 

Von Wernich se hizo célebre por una “defensa” del jefe de la bonaerense: “Que me digan que Camps torturó a un negrito que nadie conoce, vaya y pase, ¿pero cómo iba a torturar a Jacobo Timerman, un periodista sobre el cual hubo una constante y decisiva presión mundial?”.

Durante el juicio que se le siguió durante el kirchnerismo, el sacerdote fue hallado responsable de los homicidios directos de los desaparecidos María del Carmen Morettini, Cecilia Idiart y Domingo Héctor Moncalvillo. También está preso de por vida por los homicidios calificados de María Magdalena Mainer, Pablo Mainer, Liliana Galarza y Nilda Susana Salomone.

No obstante, fue monseñor José Miguel Medina, vicario Mayor del Ejército, quien enarboló el concepto de “Guerra justa” para justificar los apremios ilegales. En abril del 82 señaló: “Algunas veces la represión física es necesaria, obligatoria y como tal lícita”.

Monseñor Juan Carlos Aramburu, presidente del Episcopado, fue quien negó ante el Vaticano la existencia de desaparecidos. El noviembre de 1982, en declaraciones a “Il Messagero” de Roma enfatizó: “En Argentina no hay fosas comunes y a cada cadáver le corresponde un ataúd”. Cuando el periodista le preguntó por los desaparecidos, dijo: “¿Desaparecidos? No hay que confundir las cosas. Usted sabe que hay desaparecidos que viven tranquilamente en Europa”.

También Quarracino enarboló la teoría oficial de la Iglesia en diciembre del 79: “No hay que dejarse engañar, hay supuestos desaparecidos que están fuera del país… Hay gente que no figura en las listas, que están en otros lugares de América Latina indocumentados… Si son indocumentados y están fuera del país, por algo será…”.

Cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) vino a conocer el gran campo de concentración que era la Argentina, el Arzobispo de Córdoba, cardenal Raúl Primatesta fue acusado con documentación del propio Arzobispado de haber entregado a las FF.AA. listas de alumnos católicos que después fueron secuestrados y desaparecidos. Más tarde, durante el Juicio a las Juntas, pidió, con argumentos dogmáticos, la absolución de represores: “el perdón corresponde a los hombres y la justicia a Dios”. 

La cooperación de una parte del Episcopado con la dictadura tuvo dos basamentos: el sustento ideológico en la lucha contra el comunismo y la justificación moral de los crímenes basándose en la idea de “lucha justa”, como en las cruzadas medievales.

El sustento se dio a partir del apoyo a la lucha contra la guerrilla en todos los ámbitos. Por ejemplo, cuando el gobierno de Francia denunció públicamente la desaparición de las monjas Alice Domon y Léonie Duque, el Episcopado informó que no tenía noticias de sus actividades, que “no eran catequistas ni misioneras” y que “no sabía” de su permanencia en el país. La justificación de esa “cruzada” se concretó a través de innumerables pedidos de amnistía para los genocidas y críticas contra los Juicios por la Verdad.

La mayoría de los sacerdotes y obispos acusados por la represión fue beneficiada por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, así como por la enorme demora en sustanciar los juicios porque fallecieron antes.

Fue Von Wernich quien quedó para testimoniar estos horrores: su reclusión perpetua es la prueba más tangible de la “connivencia”.


Foto: Von Wernich, durante su juicio
© Agencia DyN