Le boucher de Caballito
Las estadísticas oficiales suelen ser frías e impersonales en todos los órdenes de la vida. Sin embargo, si uno escarba más allá de los números, revelan datos que pueden llegar a aterrarnos. Por ejemplo, sabemos que la violencia de género es un flagelo muy grave en la Argentina: en el 90 por ciento de las causas abiertas por agresiones contra mujeres, el agresor es su pareja. Maridos, ex maridos, novios y amantes están siempre anotados en las amenazas, golpizas, intentos de asesinato y… homicidios. De acuerdo con las cifras recolectadas por la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, este tipo de intimidación marcha en la práctica en un solo sentido –del hombre hacia la mujer–, aunque en un 6 por ciento de los expedientes abiertos el atacado es el varón. Los especialistas estiman, además, que en otro 10 por ciento de los casos el hombre es maltratado, pero no lo denuncia por «pudor» o por «miedo a que se lo considere débil».
«Es una mariconada», argumentan… Un error garrafal.
El detalle de las estadísticas criminológicas es aún más espeluznante: un 70 por ciento de las mujeres asesinadas es víctima de su pareja o de un ex. Otro dato impactante es que en un 68 por ciento de las denuncias por maltratos, los médicos legistas comprobaron «violencia física» y en un 96 por ciento quedó evidenciado algún tipo de «intimidación psicológica», algo que ni el agresor ni la agredida advierten a veces.
Claro que no fue precisamente el caso de la bonaerense Verónica Tuma, una joven que se trasladó a la Capital Federal porque quería estudiar Bellas Artes y encontró la muerte junto a sus dos pequeños hijos, luego de haber elegido al marido equivocado: Gabriel Hernández, El carnicero de Caballito, según lo denominó la prensa amarilla… Un apodo exagerado, quizá, que remite a Klaus Barbie Altmann, Le boucher de Lyon, el sanguinario criminal nazi que actuó en Francia durante la II Guerra Mundial y exterminó al menos a 840 personas, entre ellas a 41 niños judíos.
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Verónica Tuma había egresado en un bachillerato artístico de su pueblo natal, Trenque Lauquen, al oeste de la provincia de Buenos Aires. En esa época, le comentó a su madre que quería viajar a Buenos Aires para entrar en el Instituto Nacional de Bellas Artes. Stella Maris Pereira colaboró, por supuesto, para que su hija cumpliera el sueño. En la gran ciudad, la joven solía recorrer librerías artísticas detrás de libros de ocasión para sus estudios. En una librería de la avenida Corrientes, conoció a Gabriel Hernández, un muchacho bastante apuesto y dos años mayor que ella. Corría el último año del siglo pasado.
A los pocos meses de frecuentarse, Verónica y Gabriel creyeron estar enamorados y se casaron. Enseguida, ella quedó embarazada de una niña a la que llamaron Andriela. Desde entonces, el matrimonio tuvo problemas económicos como casi todo el mundo por la Crisis de 2001. A él le costaba hallar un trabajo «acorde a sus conocimientos», según decía; ella, en cambio, se las arreglaba más o menos vendiendo ropa, sábanas y repasadores… Como la ciudad estaba muy cara, resolvieron mudarse por un tiempo a la casa de los Tuma, en Trenque Lauquen. Allí nació el segundo hijo de la pareja, Iván, y la cuestión financiera empeoró: otra boca para alimentar.
Gabriel Hernández insistió en que conseguiría un empleo mejor en Buenos Aires, donde había más oportunidades, y le pidió a Verónica que volvieran. Al principio, ella mantenía el hogar vendiendo, como antes, ropa a domicilio, sobre todo a las madres de las compañeras del jardín de Andriela, pero advirtió de pronto que él no buscaba en serio un trabajo y, por el contrario, vagaba por las calles del barrio donde vivían. En consecuencia, le pidió el divorcio.
Gabriel se mudó a la casa de su mamá y comenzó a manifestar depresiones constantes. En uno de los escasos raptos de lucidez de aquellos momentos, concurrió al Servicio Psiquiátrico de un hospital porteño. Un especialista lo trató, lo diagnosticó como un hombre «inestable y celoso», y le propuso un tratamiento que siguió durante unos meses en un grupo de ayuda psicológica… Entre tanto, él hacía algunas changas para subsistir y, en el colmo de su desesperación, salió a cartonear algunas noches. Como creía que «estaba para más», esos trabajos lo avergonzaban, lo hacían sentirse un «desgraciado» y progresivamente se iba aislando de su familia y sus amigos… «Sólo cuando visitaba a sus hijos levantaba el ánimo», contó más tarde su madre.
Esta situación se prolongó hasta el 15 de mayo de 2007. Ese día, Hernández, de 34 años, consiguió un revólver calibre .38 largo (la policía presume que lo robó) y perpetró una carnicería.
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Tuma, de 32 años, ocupaba con sus hijos un departamento en el edificio ubicado en el Pasaje Maestro 5, a metros de la avenida Rivadavia. Aquella tarde, su ex marido llegó sorpresivamente a visitar a los pequeños y ella, casi contenta, le abrió sin sospechar lo que vendría. Hernández, que ya padecía graves trastornos, disparó sin vacilar dos tiros en la cabeza de Verónica y, a continuación, asesinó a golpes al pequeño Iván, de 3 años, al parecer con un palo de amasar que horas después fue encontrado limpio en el baño. La mujer presentaba también golpes en la cabeza, pero según estimaron los peritos forenses los había recibido una vez muerta.
El hecho había sido premeditado con tanta antelación que Hernández dejó un escalofriantes escrito a la Policía y a sus familiares: «He tomado una determinación. No queremos que velen a ninguno de los cuatro», decía la carta que fue publicada dos días después por los diarios de Buenos Aires. También indicaba el nombre de un amigo al que había que convocar para reconocer los cadáveres. Por último, amenazaba con matar a Andriela si lo perseguían.
Tras acomodar los cuerpos de su ex esposa y su hijo en la bañera, El Carnicero de Caballito fue a retirar al colegio a Andriela, una niña que amaba el teatro, según sus maestros de la escuela primaria. Tenía 6 años y cursaba el primer grado en la Escuela Normal N° 4, situada en Rivadavia al 4900. Desde ahí, Gabriel llevó a su hija a almorzar hamburguesas, pasearon un rato en subte y, pasadas las 17.30, se alojaron en un hotel de avenida Corrientes y Olleros, en el barrio de Chacarita, donde él terminó de consumar su maniático plan.
Mientras tanto, el padre de Verónica llamaba una y otra vez a la vivienda de su hija. Como nadie respondía, fue esa noche hasta el departamento y abrió la puerta con sus llaves… Fue el abuelo de los chicos quien, tras reponerse, dio aviso a la comisaría y a la División Homicidios de la Policía Federal, que comenzó a buscar a Hernández y a la niña. A la mañana siguiente, los noticieros mostraban imágenes de la Tragedia de Caballito y fotos de Andriela y de su padre.
Al enterarse de que lo buscaba gran parte de la Federal, Gabriel Hernández durmió a la nena en una cama, le colocó cinta adhesiva en sus orejas, le puso una almohada en la cabeza y le disparó tres veces. De inmediato, abrió la ventana del octavo piso, donde estaba su habitación, y saltó al vacío con el revólver en la mano: en su vuelo, atravesó una claraboya y sus huesos explotaron en el patio de una zapatería. Al igual que su hija, murió en el acto. Eran las 11:15 del 16 de mayo de 2007.
Tras escuchar el estrépito contra las baldosas, un empleado del hotel llamó a la policía y otros dos subieron hasta la habitación: hallaron un bolsito con algo de ropa, una mochila de colegio ensangrentada y, bajo una almohada, a la nena muerta. El gerente del hospedaje, Carlos Mouzo, comentó a la prensa: “Cuando se inscribieron, estaban tranquilos. Todo parecía normal”. La tragedia había ocurrido en menos de 24 horas. El fiscal que investigó el caso, Mariano Solessio, se limitó a decir a la prensa “es un episodio muy simple judicialmente y muy feo de tratar”.
Durante el velatorio de la mujer y los chicos, Martín Tuma, hermano de Verónica, contó a un periodista que Hernández estaba desempleado desde hacía cinco años porque «no quería trabajar de cualquier cosa». Explicó que así «empezó con los problema de depresión y fue tratado… Era posesivo, no dejaba ni que los familiares viéramos a los hijos, ni que les habláramos ni que les regaláramos juguetes». En cambio, Marta de Hernández sostuvo ante los pocos medios de prensa que se acercaron al velatorio de El carnicero de Caballito, que Gabriel «se vestía con la única ropa buena que tenía para ir a ver a sus hijos porque sentía locura por ellos…».
Claro, una locura que ni los psiquiatras ni los grupos de autoayuda que lo contenían pudieron encauzar.
