“Dios, la araña”: Pizarnik, 50 años después
“En el centro puntual de la maraña,/ Dios, la araña”.
Alguna vez, la crítica literaria ha caído en el exceso de considerar a ciertos poetas médium entre los dioses y los hombres. Sin embargo, cuando uno lee una frase de la belleza y la potencia de “La jaula se ha vuelto pájaro/ y se ha volado”, tiende a creerle.
Hace 50 años, un 25 de septiembre de 1972, durante una salida de la clínica psiquiátrica en la que estaba internada, Alejandra Pizarnik falleció de una sobredosis de seconal y se inició así una mitología literaria que difícilmente eviten los poetas argentinos y latinoamericanos.
Casi toda su obra tiene un fuerte componente de imágenes simbolistas y surrealistas: tuvo la virtud de mirar desde un lugar diferente la realidad cotidiana. El desgarramiento de la soledad, la misma soledad que exhibió como arma uno de sus poetas preferido, Antonin Artaud (a quien tradujo), puede situarnos en el centro de una obra en que las creencias religiosas se vinculan con el delirio. “sólo la sed/ el silencio/ ningún encuentro// cuídate de mí amor mío/ cuídate de la silenciosa en el desierto/ de la viajera con el vaso vacío/ y de la sombra de su sombra”.
Como señaló la crítica Isabel Croce, Pizarnik hizo “de su cuerpo un poema” y por eso sintió la “necesidad de ir a fondo, de conocer los abismos, de experimentar lo inexpresable”. En este sentido, no se puede soslayar sus experimentos hacia lo teatral, hacia lo lúdico de la lengua. Ya lo precisó María Rosa Lojo cuando escribió que en Pizarnik “corresponde hablar de ‘lenguaje’ más que estrictamente de ‘poesía’ porque hay textos como “’Los poseídos entre lilas’ que desbordan los estrictamente poético, orillan la estructura dramática y despliegan un extraño arte de la obscenidad verbal”.
Ese desdibujamiento de los géneros es, precisamente, aquello que todavía fascina al lector de Pizarnik, un lenguaje desde “el otro lado del espejo” como pretendía Lewis Carroll y el surrealismo.
Pizarnik nació en Avellaneda, el 29 de abril de 1936, estudió Filosofía y Letras en la UBA y pintura. Entre 1960 y 1964 vivió en París, trabajó para algunas editoriales francesas, idioma que dominaba con plenitud y tradujo, entre otros, a Aimé Cesairé y Henri Michaux. Quizá lo más importante de ese periplo francés hayan sido sus estudios de Historia de la Religión, algo que, sin dudas, despertó una religiosidad heterodoxa con la palabra: “Todo lo que digo y hago es para asegurar la continuidad de mi ser, la existencia de un lenguaje y un pensamiento propio”.
No es casual que la crítica haya destacado su “parentesco” con Carroll o Lautréamont. En la poesía de Pizarnik “asistimos a una especie de reescritura del babélico País de las Maravillas; Alejandra –esa Alicia sombría- ingresa en la confusión de los textos para oscurecer el humor de Carroll con la carcajada de Lautréamont. La madriguera del conejo, el espejo y su envés se abren así a otro lado, refractan otra literatura”, indica a su vez el crítico Luis Peschiera.
Desde ese destierro de fantasía, se genera la literatura de Pizarnik que conlleva un visión del mundo desgarradora y, asimismo, hermosa. Me parece que esas sensaciones –opiniones de este cronista, por cierto- nacen de un profundo cuestionamiento a lo que la rodeaba y de la intención de ordenar ese caos: el mundo, los afectos y las palabras.
Tal vez por eso, muchos de sus poemas hablen de humor, de amor, de literatura, de libertad, de locura y, claro está, del fin.
El crítico Carlos Vladimirsky definió bien esa conjunción: “Para Pizarnik, la poesía es ‘el lugar donde todo sucede’. Lugar del amor y el dolor, del silencio, del erotismo y la muerte. Estos núcleos son los núcleos en que su escritura desarrolla un mundo de alta tensión lírica y ardiente belleza”.
La poeta y crítica Mónica Sifrim definió quizá mejor que nadie esa tensión. “Los poemas de Alejandra son construcciones falsas: palabras familiares (pájaro, noche, agua), sintaxis que promete resolver acertijos, un sujeto que, pese a sus desdoblamientos, rara vez se diluye. Sin embargo, sus argumentaciones presuntamente lógicas nos llevan de la mano, engañadas y mansas, al abismo”.
Cincuenta años después de su muerte, vale la pena detenerse, una vez más, en libros como “La última inocencia”, “Árbol de Diana”, “Los trabajos y las noches” o “Extracción de la piedra de la locura” para entender por qué la poesía de Pizarnik mantiene su encanto original y su frescura como logra hacerlo apenas un puñado de poetas.
Pocos escritores han podido dar cuenta, tan honestamente, del drama de una conciencia desdoblada que no se puede callar. Así, ella es “la silenciosa en el desierto”, “la viajera con el vaso vacío” o la “sombra de su sombra”. Así, es la puesta en escena de su vida en una barricada: “Una mirada desde la alcantarilla/ puede ser una visión del mundo// la rebelión consiste en mirar un rosa hasta pulverizarse los ojos”.
Pizarnik se pulverizó los ojos a los 36 años de edad, murió porque una lila se deshojaba y caía desde sí misma, como ella.
