Una de cinismo francés: Céline, “desgracia nacional”


 

Suele suceder, y no es raro, que la poética de un escritor no armonice ideológicamente con el propio escritor como hombre público. Es sabido que Jorge Luis Borges tuvo posiciones dubitativas, primero a favor y luego en contra, de la última dictadura cívico militar argentina. Su furibundo antiperonismo lo volvía “compañero de ruta” de cualquiera que vengara la afrenta de aquel funcionario de la primera presidencia de Juan Perón que lo había designado (sin dudas, con humor borgeano) “inspector de pollos” cuando era el mayor bibliotecario nacional. También es sabido que fue la pluma más original, vanguardista e inteligente en lengua castellana del Siglo XX. Lo dicen con respeto sus pares.

En el mismo sentido, podemos remarcar la posición del Premio Nobel de Literatura 2010, el peruano Mario Vargas Llosa. Su apoyo a un liberalismo ultraconservador que fracasó en todo el mundo, incluso en los Estados Unidos y en su amada España no se condice con una narrativa atrevida y moderna. Si se me permite el exabrupto, Vargas Llosa practicó desde siempre una literatura progresista, al menos en algunas de las novelas más importantes del siglo pasado como Conversación en La Catedral, La casa verde, La guerra del fin del mundo y La Fiesta del Chivo. Todo lo contrario de Gabriel García Márquez, quien en su reconocida opera magna Cien años de soledad enarboló todos los clichés de la América Latina bananera, siendo él mismo, efectivamente, un hombre de izquierda.

Tampoco faltan referencias en Europa, tal el caso del colaborador de Benito Mussolini y fascista convencido Ezra Pound, “il miglior fabbro”, al decir del gran poeta norteamericano T.S. Eliot, quien “apenas” le dedico La Tierra Baldía. De hecho, una buena parte de la crítica considera al “tío Ezra” el mejor bardo del siglo pasado, aunque sólo hubiese escrito su enorme Canto CXX (“He intentado escribir el Paraíso// No se muevan/ Dejen hablar al viento/ eso es el Paraíso.// Que los dioses perdonen lo que/he hecho./Que aquellos que amo intenten perdonar/lo que he hecho”.).

El preludio de Borges, Vargas Llosa y Pound nos ubica en otro caso extremo: el de Louis Auguste Destouches, más conocido como Céline, acaso el mejor escritor francés de la primera parte del siglo pasado junto a Marcel Proust. Y si no el mejor, sin dudas el más popular y traducido. Aunque su vida haya estado signada por el antisemitismo y el colaboracionismo con el régimen de ocupación nazi en París.

Su novela Viaje al fin de la noche (un especie de Ulyses para los franceses) cambió para siempre la forma de escribir, mucho más que el surrealismo y otras vanguardias. Es, decididamente, de izquierda. Además, su experiencia como soldado en la I Guerra Mundial le imprimió para siempre un postura antibelicista muy clara: “Se los advierto: cuando los grandes de este mundo comienzan a armarlos es porque van a convertirlos en carne de Cañón”, escribe en Viaje...

Tras su penoso accionar en la II Guerra a favor del nazismo, Céline fue condenado a “pena de muerte” por colaboracionista, pero la Justicia francesa condonó el castigo y lo cambió por un escarmiento simbólico y ridículo que se ajusta más a la hipocresía francesa: fue declarado “desgracia nacional”. 

Sin embargo, la punición no prescribió ni siquiera con el cambio de siglo. Céline murió en junio 1961, es decir hace 60 años. Y como le corresponde a todos los grandes intelectuales de Francia, debía ser recordado por su obra, más allá de las viejas deudas políticas. Como reza el frontispicio del Panteón, “a los grandes hombres, la Patria reconocida”. Bien, no fue así. El homenaje que estaba previsto al cumplirse medio siglo de su fallecimiento fue cancelado por su antisemitismo, argumento sólido a partir de los panfletos antijudíos que escribió Céline en la década del ’30.

El entonces ministro de Cultura, Frédéric Mitterrrand (sobrino de François y de Danielle), resolvió la suspensión del acto porque el hecho de “haber puesto su pluma a disposición de una ideologías repugnante, la del antisemitismo, no se inscribe en el principio de las celebraciones nacionales". Tampoco se homenajeó su obra, ni el Ministerio de Cultura publicó en edición canónica Viaje al fin de la noche, como se preveía.

Por supuesto, se entiende el castigo a Céline, no a su narrativa, salvo que la burocracia francesa esté molesta porque el protagonista y alter ego de Céline, Ferdinand Bardamu, acusa a Francia de enrolarlo en el Ejército “en un momento de estupidez”. O que sus desatinados personajes describan el “absurdo” y la “bestialidad” de la guerra. O denuncien la explotación de esclavos adultos y niños en las colonias francesas de África, “un paraíso de pederastas y explotadores de negros”, según Céline.

El autor del prólogo a sus obras, Henri Godard, un especialista en Céline, fue categórico al respecto: "Pensé que la opinión había evolucionado y que las clases dirigentes lo tenían en cuenta". En más, en el ensayo que no vio la luz escribe: "Fue un hombre de un antisemitismo virulento (...) pero es también el autor de una obra novelesca de la que se ha convertido en habitual decir, que con la de Proust, domina la novela francesa de la primera mitad del siglo XX".

Nadie pide que feliciten a Céline como ideólogo –como tampoco felicitaríamos a Pound– pero el talento de un escritor tan colosal no merecía este desprecio. Viaje al fin de la noche es cualquier cosa, menos nazi. Su estetización del lenguaje oral, el uso de jergas (aun las groserías que escandalizaron a sus contemporáneos), el ritmo acelerado, su prosa violenta y quebradiza marcaron una innovación profunda en las apergaminadas letras francesas, las mismas letras que jamás se hubiese permitido una visión mordaz de la miseria francesa, como se la permitió él.