Orwell, los dueños del relato
El idioma es falseado para adulterar los hechos y crear una realidad artificial y, a la vez, absoluta.
Los libros de historia son reescritos para adecuarlos a un nuevo paradigma de pensamiento revisionista.
Los textos escolares, los periódicos y hasta el pensamiento son controlados por una gran red (¿similar a Internet?) que manipula un líder supremo y sus servidores.
Los sentimientos, entre ellos los placeres sexuales, están limitados y vigilados.
¿Creen que hablamos del megaespionaje que llevan adelante los gobiernos de los Estados Unidos y Rusia? ¿Del “Diario de Yrigoyen” que constituye una cadena mediática solventada con dineros de un Estado bananero sudamericano? No, para nada.
Hablamos de la novela de George Orwell 1984, una ficción donde la realidad y las pesadillas se amalgaman en un mundo regido por tres grandes potencias (Eurasia, Oceanía y Asia del Este) que dominan y fiscalizan los detalles más nimios de la vida cotidiana.
Orwell fue el seudónimo de Eric Blair, nacido en Motihari, India, en 1903 y fallecido en Londres, en 1950. Este escritor formó parte de la Policía Imperial Inglesa en Asia y vivió varios años en París y en Londres, donde conoció la pobreza.
Durante la Segunda Guerra Mundial formó parte de la Home Guard y trabajó en la radio británica BBC y en la redacción del diario Tribune. A partir de esos conocimientos, sus sátiras distópicas reflejaron posiciones políticas y morales, en las que enfatiza la lucha del individuo contra las reglas sociales establecidas por el poder político.
Por ejemplo, su novela Rebelión en la granja, de 1945, parodia el modelo socialista soviético. Un grupo de animales se rebela contra el orden establecido por sus antiguos dueños, llamados Lenin, Stalin y Trotski. Claro que esos mismo animales que se “liberan” terminan formando una estructura social más opresiva. La novela reúne las cualidades de las fábulas tradicionales y una influencia satírica de Jonathan Swift.
En cambio, la novela 1984, de 1949, describe las sociedades capitalistas controladas totalitariamente con métodos burocráticos. Ese orden monolítico que impera es, sin embargo, desafiado por un oscuro personaje, Winston Smith, funcionario del Ministerio de la Verdad, que controla la información y la publicación de libros para el líder supremo.
Paradójicamente, los seguidores del partido único (cualquier parecido con el viejo PRI mexicano y el peronismo de los ’40 y ’50 es pura coincidencia) llaman al líder Gran Hermano, Jefe de la Hermandad o Representante del Partido. Porque el partido es el Estado y el Estado es el líder, una visión del totalitarismo moderno con una mirada policial.
El bueno de Smith conoce a Julia y se enamora, algo prohibido por El Gran Hermano. Juntos, emprenderán la utópica tarea de cambiar las reglas de un Estado en el cual el soborno y el lavado de cerebros se llevan de la mano perversamente en perjuicio de la verdad.
Ese Estado totalitario que imaginó Orwell tiene características similares a las que, décadas después, pusieron en prácticas países que abandonaron las democracias liberales y enmascararon sus prácticas fascistas en el marco supremo de la seguridad común, como los Estados Unidos, tras los atentados a las Torres Gemelas. También prefigura cierta prensa sudamericana que, pagada con fondos públicos, subvierte la realidad y “reinterpreta la historia” para conveniencia del “Partido”.
Por supuesto, Smith es considerado un traidor para esa estructura y queda finalmente atrapado en la red de El Gran Hermano.
En ambas novelas, Orwell usa una prosa realista, lo que le otorga mucha verosimilitud, un punto que lo coloca entre los grandes clarividentes de la literatura.
¡Pero tranquilos, queridos lectores! 1984 es sólo una ficción.