La primera mujer que tocó el pianito
La posibilidad de utilizar las huellas dactilares con fines identificatorios de los seres humanos fue revelada, en 1884, durante la Exhibición Internacional sobre Salud de Londres, por un antropólogo, geógrafo y explorador inglés. El inventor Francis Galton verificó dos particularidades en las yemas de los dedos de la mano: la invariabilidad de las trazas a lo largo de los años y su carácter distintivo entre cada ser humano, inclusive entre hermanos gemelos.
Galton, nacido en Birmingham en 1822 y fallecido en Surrey en 1911, no sólo se propuso usar ese sistema para la individualización de la gente, sino que señaló al menos 40 rasgos nítidos para la clasificación de las impresiones de huellas. La técnica del británico fue tomada de inmediato y perfeccionada por un detective de la Policía Bonaerense, un tal Juan Vucetich, quien antes de nacionalizarse argentino se llamaba Ivan Vučetić y había nacido, en 1858, en la isla de Hvar, en aquel entonces dentro del Imperio Austrohúngaro y hoy en Croacia.
La velocidad para apropiarse del descubrimiento y la precisión del investigador croata-argentino fue tal que, ya en 1891, siete años después del hallazgo de Galton, la Policía de Buenos Aires tenía un incipiente registro dactiloscópico de delincuentes en base a 101 atributos específicos que había desarrollado Vucetich, según relata en sus libros Instrucciones generales para el sistema antropométrico e impresiones digitales e Idea de la identificación antropométrica.
Claro que en una época sin Internet y sin medios de prensa masivos nadie conocía la existencia de una pericia de tamaña exactitud. Mucho menos Francisca Rojas, una campesina de 26 años que vivía en un rancho de adobe y paja a las afueras de la ciudad balnearia de Necochea con su pareja, Ponciano Caraballo, y los hijos de ambos: Ponciano, de seis años y Felisa, de cuatro.
El 29 de junio de 1892, Caraballo se marchó de la casa familiar, después de una pelea con su esposa, y le prometió que regresaría en cuanto encontrara otro hogar para llevarse a los chicos, al parecer víctimas de constantes maltratos de la madre.
–¡Se va a arrepentir! –le dijo ella en tono de amenaza o premonición.
Furiosa por el abandono del que se sentía víctima y no la causante, Francisca Rojas decidió escarmentarlo y urdió una estratagema que inculpara a Caraballo y, de ser posible, a su amigo y compadre Ramón Velázquez, un vecino del paraje a quien ella responsabilizaba por la disputa del matrimonio.
Pero su plan salió mal, bastante mal, por culpa de Vucetich… Y de Galton, por supuesto.
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Cegada por un odio irracional –y probablemente trastornada–, Francisca Rojas resolvió lastimar a Caraballo donde más le dolía: tomó una cuchilla de cocina y degolló a sangre fría a sus propios hijos Ponciano y Felisa. Luego, con el objetivo de disimular el crimen, tajeó su cuello y se arrojó sobre la cama… Unas doce horas más tarde, su marido retornó con Ramón Velázquez a la choza para llevarse a los niños y un paquete de ropa, pero halló la puerta atrancada por dentro. Como al dar voces para que le abrieran nadie contestaba, los gauchos tomaron una pala del galpón y derribaron la entrada.
El espectáculo que observaron fue aterrador: la sangre empapaba los lienzos de cama, el piso de tierra, las paredes de madera y los tres cuerpos. A pesar de su desfallecimiento, Francisca estaba aún con vida. Su esposo le ciñó entonces la herida del cuello con un trapo y Velázquez cabalgó hasta el pueblo en busca de un médico. Los niños, en cambio, habían muerto.
La Policía de Necochea no tardó en enterarse de la tragedia por el médico: un agente se presentó al otro día en el rancho, justo en el momento en que Francisca Rojas volvía en sí de su desmayo por la pérdida de sangre. La mujer aprovechó la situación y acusó a Velázquez de haberla atacado sexualmente y haber matado a sus hijos el día antes, ante la sorpresa y el espanto del marido. La versión de la mujer señalaba que el compadre de Caraballo le había pegado una paliza, la había violado y había intentado degollarla porque ella se resistió a que se llevara a los niños.
De todas maneras, la historia de Rojas no tenía mucho sentido porque, si Velázquez hubiera querido ayudar a su amigo, jamás hubiese tocado a los niños, que eran la luz de los ojos de Caraballo. En el peor de los casos, la habría asesinado a ella… Tampoco había un indicio que ligara al vecino con los homicidios, dado que la puerta y las dos ventanas de la casita habían sido encontradas cerradas por dentro. Otro hecho insoslayable era que para matar a Ponciano y a Felisa se había usado un cuchillo de cocina. El gaucho Velázquez, como todo hombre de campo, no salía de su tapera sin llevar un facón en la cintura. ¿Por qué se habría aferrado a un cuchillo desafilado si quería degollar?
No obstante estas evidencias, la Policía de Necochea creyó desde un principio en el testimonio de la pobre madre que había perdido dos hijos y encerró a Ramón Velázquez en una celda. Durante los interrogatorios, el compadre de Caraballo y padrino de Ponciano negó indignado estar relacionado con el doble homicidio. Aunque apenas empezaron a aplicarle correctivos en El Potro, el gaucho ratificó la versión de Rojas, confesó su culpabilidad y, tal vez, hubiera confesado que le disparó a John Fitzgerald Kennedy si no fuera que John Fitzgerald Kennedy todavía no había nacido.
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La explicación de la madre convenció a casi todos, menos al médico que la había atendido en el rancho. No bien la revisó de nuevo en el hospital de Necochea, advirtió que sólo tenía un pinchazo en la garganta y que no había sido golpeada de ningún modo, al menos no en las últimas semanas. Además, no tenía restos de semen en la vagina: la hipótesis de la violación no le cerraba. El doctor Echevarría le comunicó a la policía sus sospechas y el comisario de Necochea, de apellido García, ordenó –al fin, ahora sí– un careo entre Francisca Rojas y Velázquez. Ambos mantuvieron sus dichos hasta que intervino un inspector de la Policía Bonaerense, Eduardo Álvarez, quien había sido designado para instruir el sumario. Cuando el oficial le consultó a la mujer dónde estaba arma, ella se quebró y, por primera vez, se lanzó a llorar.
El 12 de julio, Álvarez escribió en el expediente de la causa que Francisca había reconocido que «ofuscada porque su marido la había echado de su lado y le iba a quitar sus hijos había resuelto matarlos, quitándose ella la vida, pues prefería ver muertos a sus hijos y morir, antes que aquellos fueran a poder de otras personas». El instructor reparó además en que si el gaucho Velázquez hubiese querido matar, su objetivo hubiera sido Francisca y no los hijos: «En este caso resultaba lo contrario, pues era ella quien menos había sufrido, puesto que la herida que presentaba no era suficiente para dejarla muerta».
También, hizo notar que el arma había sido escondida «entre el pajar del techo del rancho, encima de la cama» donde estaban los cadáveres y a donde el gaucho no tenía acceso desde el exterior.
El expediente contiene, asimismo, una crítica rotunda a los métodos brutales de la policía que no puede dejar de remarcarse: «No creo deber silenciar las irregularidades que se han cometido con motivo de este hecho, para arribar a su completo esclarecimiento, pues he podido observar que el señor comisario de Necochea, olvidando por completo las prohibiciones que establece nuestro reglamento, y todo buen sentido, ha incurrido en la grave falta de aplicar castigos físico al involucrado (por Velázquez) y castigos morales a la autora del crimen para obtener su declaración, llegando hasta establecer una capilla ardiente, donde colocados los cadáveres de sus dos hijos, fue llevada a deshoras de la noche; único medio que creyó adoptable para conseguir lo que se proponía, sin tener en cuenta que, aparte de faltar abiertamente a su deber, tenía mil otros medios de qué valerse que le hubieran dado el mismo resultado y mucho más en un hecho como éste, cuyas huellas no dejaban duda acerca de quien fuera su autor».
Un comentario que causa, aun hoy, escalofríos.
Eduardo Álvarez no quiso fiarse de los testimonios contradictorios para cerrar el caso de doble homicidio y resolvió estudiar los indicios en el lugar, como le había enseñado su maestro, casualmente Juan Vucetich. El inspector de la Policía Bonaerense sostuvo que «las manchas de sangre que se notaban en la ventana del interior y en la puerta correspondían a una mano chica y no a la grande del acusado inicial». Fue por eso que se llevó a La Plata dos maderas del rancho con señales de dedos y les ordenó a Rojas y a Velázquez que imprimieran en unas tarjetas sus huellas dactilares.
En el laboratorio que había montado Vucetich en la Policía de la Provincia de Buenos Aires, no quedaron dudas de que las trazas de los dedos pertenecían a la madre de los niños. Así fue como Francisca Rojas se convirtió en primera persona del mundo en tocar el pianito y ser condenada a prisión por el descubrimiento de Francis Galton.