El piano de cola
Sí, para mí que es el piano de cola negro, ¿qué querés que te diga? Un piano de cola negro explica hasta cierto punto todo lo de Pedro. Si es que los desamores y las intrigas del corazón pueden ser explicados racionalmente... ¿Que qué explica? La transformación que sufre Pedro Maldonado. No sé, la evolución o la involución, según se mire, desde aquel optimismo que exhibía en la adolescencia hasta las actuales… asperezas, por llamarlas de algún modo. Ese carácter choto que tiene, para decirlo en criollo, ¿no? Claro, el Gordo Pedro, cargado casi siempre de una melancolía y de una ironía cruel contra sí mismo y contra los demás. Vos viste cómo es: para quienes no lo conocen en la intimidad como nosotros, ese temperamento ácido de Pedro resulta bastante… fiero, ¿no? ¡Insufrible, para qué negarlo! Y tiene su origen, en mi modesta opinión… ¡No, yo no me quiero meter en la vida de nadie, eh! Tiene su origen en uno de los episodios más terribles de su tormentosa juventud: el fallecimiento de su primera compañera, Alejandra Valle. Ni más ni menos.
A ver si te lo aclaro, Rusa, me parece que no me entendés, o no me explico bien. ¡Seguro que no me explico bien! Cada vez que me detengo a pensar en el pasado del gordo Maldonado o en su carácter de mierda, que para mí son lo mismo, advierto en la muerte de Alejandra Valle el nacimiento del cinismo pedrístico, si me permitís el neologismo… Tenés razón: él termina de amoldar ese “genio maligno”, como lo denomina el gringo Thomas, cuando su hermano Manuel murió en las Islas Malvinas bajo la potencia de los obuses ingleses. Manuel, el hermano… ¿Eran mellizos, no? Además, no sé si lo sabés, tiene una hermana desaparecida, pero ese es otro cantar… Sin embargo, creo que “El Viaje hacia la Eternidad de la Memoria de Alejandra” –así le dice Pedro a la enfermedad de ella– se convirtió en el adoquín más pesado de una mochila que el Gordo carga en sus espaldas desde joven.
¿Que cómo fue? Hace mucho tiempo, demasiado tiempo para recordarlo con fidelidad. Creo que fue después, inmediatamente después quiero decir, del fallido affaire con aquella chica Marita, la flaca tetona que vivía a dos o tres cuadras de nosotros… ¿No te acordás? Sí, cómo no, que se agarró a las piñas con el novio de Marita, un petiso que solía parar con la barra cuando teníamos más o menos veinte años… Ah, claro, vos todavía no parabas con nosotros. El petiso se llamaba Carlos… O se llama Carlos, bah, no lo vi más, me dijeron que se fue a vivir a Praga. ¡Andá a saber qué fue de su vida!
Tras ese fracaso que terminó a los golpes con un par de moretones de cada lado, el Gordo, que todavía no era gordo, puso todas sus fuerzas en la conquista de una compañerita de la escuela secundaria, una chica que cursaba en el turno mañana, un año detrás de nosotros. Para ser honesto, completamente honesto, tengo dificultades para recordarla… En un retrato que conserva Pedro en su casa, muestra un rostro bello, nada especial ni fuera de lo común: ojos grandes, piel delicada y una mirada abstraída… Una mirada de gato siamés. ¡Ojos celestes! La verdad, el único recuerdo limpio que tengo de Alejandra Valle… ¡Ja, te vas a reír de mi obsesión! Mejor dicho, los únicos dos recuerdos que tengo de ella son la vecindad compartida de adolescentes en el barrio municipal de los pasajes de Liniers, Las mil casitas que le decían. Y el otro, la presencia del piano de cola negro en su living. Meses atrás, durante uno de esos días en que los fantasmas se pasean sin pedir permiso por el alma cínica de Pedro, él la invocaba así: “Ella tocaba el piano mientras nosotros salíamos de la escuela por las tardes… Se pasaba horas y horas practicando en el teclado. ¿Te acordás, Flaco?”.
Alejandra, que en aquel entonces había notado los propósitos inexpertos de Pedro Maldonado, solía esperarlo –esperarnos más bien, porque siempre andábamos en barra– a la hora de la merienda con el living de su casa en penumbras y la esperanza, más o menos obvia me parece, de captar nuestra atención a través de sus acordes afinados de piano. A veces nosotros, con lo salvajes que éramos, espiábamos por las rendijas de la celosía de su ventana sin disimulo y el Gordo se avergonzaba al descubrir, en medio de nuestras burlas de adolescentes bobos, unas manos blancas, como pintadas a la cal, a contraluz de los débiles rayos de sol que penetraban por la ventana. Sí, claro, invariablemente ella se encontraba sentada en el taburete de madera caoba, desde el cual observaba, presumo que con alguna emoción, el paso ruidoso de Pedro y sus amigos, a quienes escoltaba en su marcha atropellada con una melodía venerada por nosotros:
Muchacha ojos de papel, adónde vas, quédate hasta el alba…
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Algo más de Alejandra Valle: mis evocaciones y las nostalgias que el Gordo me remueve de tanto en tanto, cuando menciona mi “prometedora juventud…”. Sí, Rusa, si vos lo escuchaste la semana pasada en el Café Carioca. Me reprochó delante de la barra: “¿Cómo fue que te quedaste en el camino acomodado a esta vidita, Flaco, si vos eras el más talentoso de nosotros? ¡Copista de una escribanía, mama mia!”. Ah, te acordás, ¿viste cómo me verdugueó? Bueno, me olvido… Mis evocaciones incluyen una intriga que jamás resolví, en parte porque la pena de Pedro me impide determinadas preguntas… ¡No me gusta joderlo en su dolor, eh! La cosa es que las ventanas de las casas vecinas a la de Alejandra permanecían abiertas a la llegada de la primavera, a los colores brillantes, a los olores fuertes, a los otoños deshojados y aun a las clausuras desoladoras del invierno, ¿no? En cambio, las persianas de su cuarto de estar permanecían todo el año cerradas, aisladas del entorno, amuradas al paso de los cambios ambientales. ¡De locos…! Esa rareza atraía mi curiosidad adolescente: no comprendía por qué la vivienda de los Valle se mantenía sellada frente a una barriada medio pelo siempre dispuesta a concebir hipótesis misteriosas y malintencionadas… De todos modos, el piano de cola seguía acompañando sin fisuras nuestras huellas en cada atardecer de escuela:
Muchacha ojos de papel, adónde vas, quédate hasta el alba…
No sé, es como si esa etapa de nuestras vidas me resultara confusa a veces. Para serte sincero, la Alejandra Valle de mis recuerdos es sólo una sombra que registraba las pisadas de Pedro Maldonado y de la barra al doblar la esquina de su calle… En el pasaje Amalia vivía, casi en la esquina de Ventura Bosch… Una sombra, digo, que intuía el momento exacto de nuestra cercanía con la intención de hacerle sentir al Gordo el tibio lamento de una canción. ¡Siempre la misma! Y mientras nuestra caminata se extinguía con la suavidad de las suelas de goma Febo, porque dejábamos de hacer quilombo en cuanto escuchábamos Muchacha…, ella volvía a ser la mujer internada en una pieza oscurecida. Quizá no deseada, ¿no?
Claro, tenés razón, Rusa: ese orden de las cosas, ese orden de mis recuerdos más bien, porque andá a saber cómo es en realidad, me resulta más incoherente todavía si acepto las referencias de Pedro acerca de la que fue su compañera, una vez concretado el beso inicial y celebradas las primeras citas oficiales: “Alejandra Valle era bella, sensible, inteligente. Hasta el año en que pasó lo que pasó, lo que tenía que pasar, una excelente alumna en sus clases del bachillerato y del magisterio, una sobresaliente concertista del Conservatorio Nacional, una mujer casi ideal, te diría Flaco. La más dulce novia y la mujer más comprensiva”, la describe el Gordo. Él insiste que en los pocos meses de convivencia en el departamento que habían alquilado juntos ahí en Liniers, por el pasaje Las Tunas creo, cerca de la avenida Rivadavia, alimentaron “un idilio encantado”… Y sí, seguro que encantado por el sentimentalismo pueril del Gordo. Él dice con un tono romántico que no le cae nada bien que “ese mundo era maravilloso, los duendes nos sonreían y los dioses se habían confabulado para complacernos”.
Pero la cosa no es tan así, ¿qué querés que te diga? Ese mundo privado, el de Alejandra y Pedro, ahora ennoblecido por las fantasías de nuestro querido amigo, se transformó de pronto en una burla que desgarraba despacito el corazón del Gordo… Sí, claro, una sátira como las que nos tiene acostumbrados. Enseguida que se juntaron, la mejor niña, la mejor joven y la mejor mujer era la más infeliz: una leucemia avanzaba con la velocidad de la infamia y tornaba la vida de ambos en una puesta en escena. “El Viaje hacia la Eternidad de la Memoria de Alejandra”, como le dice Pedro. Bah, una vida de mierda, ¿para qué negarlo?
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Hace un par de años, el gordo Maldonado y yo fuimos testigos por azar de la mudanza del piano de cola. Andábamos caminando como dos pavotes por los pasajes y justo pasamos por la casa de los Valle… Bah, tenés razón, seguro no fue casualidad, Pedro me lleva siempre por ahí. Te cuento lo del piano: eso que para mí es apenas un mueble viejo e inutilizado desde la muerte de Alejandra fue donado por la familia a nuestro colegio secundario. ¿Te acordás del Scalabrini Ortiz, el colegio que íbamos con el Gordo…? Ah, claro, vos también ibas. En aquel instante de la mudanza, ambos nos dimos cuenta al mismo tiempo de que extrañábamos un montón la balada del flaco Luis Alberto Spinetta… ¡Muchacha, Rusa, de qué estoy hablando! Es que esa canción marcó nuestras travesías de chicos por las veredas del barrio… Y sí, así son las saudades, como dice el Gringo Thomas.
Sabés qué: el último invierno, en una de esas tardecitas de sábado medio inclementes que invitan a un paseo melancólico y a menciones íntimas, lo visité en Liniers. Sigue viviendo ahí en la casita que era de los viejos… No, murieron los dos, ¿dónde vivís, en un frasco de mayonesa? Te decía, lo visité y aprovechamos la oportunidad para ir a contemplar desde lejos la casa de los Valle… No, no se tratan, no sé por qué. Esos viejos son tan boludos que por ahí lo acusan a Pedro de robarle la salud a Alejandra. ¡Pobres, era su única hija! La verdad que sospecho sin que él me lo haya confesado, o precisamente porque no me lo confesó, que el Gordo Maldonado pasa siempre por la casa de los Valle porque desea que en el piano de cola resuene de nuevo nuestra vieja canción de adolescencia.
Muchacha ojos de papel, adónde vas, quédate hasta el alba…
Ya lo ves, Rusa: ni más ni menos que un piano de cola explica las transformaciones que sufre nuestro amigo Pedro, desde una adolescencia de jovialidad estruendosa hasta un presente atiborrado de fieras que deambulan por su cabeza o por su alma, vaya uno a saber… Y sí, claro, él también se fue acomodando como yo a una vidita desilusionada.
