Creer para entender: la devoción por los santos populares


“Creo para entender”, sentenció hace casi un milenio San Anselmo, el abad de Canterbury, para explicar los misterios de la fe. El filósofo escolástico esquematizó con esa frase la idea de que si tomáramos el camino inverso del racionalismo (entender para creer), nunca descifraríamos las pasiones que despierta la religión.

La fórmula podría aplicarse para interpretar la devoción que despiertan los santos populares en la Argentina. Si bien los profesantes son en general personas de origen humilde y marginal, en muchos casos la fe trasciende niveles culturales y clases sociales. Por ejemplo, un plantel de Vélez Sarsfield dirigido por Ricardo Gareca le ofrendó una camiseta firmada por todos los jugadores a la Difunta Correa tras haber salido campeón.

La crítica de arte Nanu Zalazar contó a Caras y Caretas que hace años, apenas montó su galería en un primer piso de un conventillo remodelado de San Telmo, los clientes escaseaban. “Un día se me ocurrió colocar a un costado de la entrada una escultura del Gauchito Gil que había hecho un artista. Entonces, gente de todas las edades y condiciones comenzó a visitar la muestra y la mayoría se detenía unos segundos frente al gauchito, como si rezaran… Incluso varios extranjeros me pidieron datos del santito. Un día, alguien le dejó una manzana al pie de la escultura como ofrenda”.

Algo similar -pero en proporciones enormes- se observa cada 8 de enero en el cruce de las rutas 119 y 123 de Corrientes, a unos kilómetros de la ciudad de Mercedes. Mientras uno se acerca al “mausoleo” de Antonio Mamerto Gil Núñez, “El Gauchito Gil”, abundan tacuaras con banderas rojas, placas de agradecimiento por sus milagros, ofrendas de todo tipo y centenares de personas que cumplen sus promesas.

Vieytes, uno de los baqueanos más conocidos de la zona, a tal punto que lo llaman “la Noris del Gauchito” (en referencia a la mujer que hace 30 años está primera en la cola para ingresar a San Cayetano los 7 de agosto), cuenta que los sacrificios de los profesantes son muy variados: “Están los que vienen a traerle fotos de la capillita que le construyeron al santito en otros lugares del país, los que sólo le dejan velas encendidas o placas de agradecimiento, pero también están los que dejan objetos de valor, joyas, relojes, vestidos de novia, ropa y hasta cigarrillos”.

Sin embargo, la ofrenda más emotiva que se le hace al Gauchito es una procesión anual, en la que los devotos marchan de rodillas 8 kilómetros desde Mercedes. Otros prefieren hacer largos ayunos, peregrinaciones a pie o rezar novenas, a la manera de los santos aceptados por la Iglesia.

“Es que no respetar las promesas genera problemas hasta que se cumplen, como le pasó al sargento”, relatan los creyentes. Aluden así a la leyenda del militar que degolló a Antonio Gil y que, al regresar a Mercedes, se encontró con que el Gauchito había sido perdonado por la justicia y su hijo estaba muy enfermo. Como había derramado sangre inocente, le pidió a su víctima que intercediera ante Dios por la vida del niño. Luego de una notable mejoría de su hijo (hecho que fue tomado como el “primer milagro” del Gauchito), el sargento construyó con sus propias manos una cruz, la cargó en procesión hasta el lugar donde había matado a Gil y rezó por su alma.

Misterios similares narra la periodista Gabriela Saidon en su libro Santos ruteros. Por caso, la Fundación Difunta Correa atesora en sus galpones reliquias de un valor incalculable que dejan los profesantes, muchos de ellos gente de buena posición social: una geisha de porcelana, una colección de muñecas con vestidos aterciopelados, un vestido de novia valuado en 10 mil dólares, sables militares, un pantalón que uso Carlos Monzón en un combate por el título mundial de boxeo, un casco de Luis Di Palma, un par de guantes de Nicolino Locche, unas 350 bicicletas, 90 motos y 80 automóviles.

Una pregunta suspicaz sería ¿quién se queda con todos esos bienes que donan los creyentes? Ciertamente, no el Gauchito Gil ni la Difunta Correa.

Respecto de esta santa de San Juan, el psicólogo social Alfredo Moffatt, discípulo de Enrique Pichon-Rivière, explica que el mito de la Difunta Correa “constituye uno de los casos más interesantes de las creencias populares, pues es un mito ancestral indígena que no pudo ser reinterpretado por la Iglesia Católica debido a que no existe ningún mito equivalente en la cultura occidental. Esto es debido a que la estructura del mito es la sobrevivencia de un niño que mama los pechos de la muerta. Mamar de un cadáver, es decir tomar vida de la muerte, no existe como estructura en la mitología occidental cristiana”.

Como la leyenda indica que murió en el desierto sanjuanino siguiendo a su marido reclutado, los profesantes dejan a la santa botellas de agua en su sepulcro de la ciudad de Vallecitos.

Un empleado del Cementerio de la Chacarita, que pide no ser nombrado, le cuenta a esta revista que todos los días, aunque en especial a comienzos de septiembre, miles de devotos se movilizan hasta un nicho de la Galería 24, en el primer piso de la necrópolis, para entregarle ofrendas a Gilda.

El 7 de septiembre de 1996, la cantante Miriam Alejandra Bianchi (verdadero nombre de Gilda), su madre y su hija fallecieron en un accidente sobre la Ruta Nacional 12, cerca de la ciudad de Chajarí, Entre Ríos. Desde entonces, los “profesantes de la bailanta” le dejan cartas para que ella interceda en sus amoríos, flores, dibujos de su cara, ropa, ramos de novia y ositos, tanto en el nicho de la Chacarita como en el “Santuario” que levantaron sus fans en Paranacito, el pueblito donde falleció.

Escenas semejantes se viven en el kilómetro 26 de la Autopista Buenos Aires-La Plata, donde se erigió otro “santuario bailantero”. En ese lugar, murió en un accidente de tránsito el “Potro” Rodrigo el 24 de junio de 2000. Desde la ruta, pueden observarse una gran cruz con su nombre y decenas de cruces pequeñas, bajo las cuales sus fans dejan como ofrenda botellas de alcohol, latas de cerveza, velas, instrumentos musicales, caja de compaqs y porros. Los seguidores llegan a cualquier hora, en auto, a pie, en bicicleta y en combis que anuncian con carteles “vamos al Santuario de Rodrigo”.

Las peregrinaciones paganas se repiten a lo largo del país desde hace cien años, incluso pese a que el retrógrado Episcopado Argentino haya declarado, el 19 de marzo de 1976, que estos ritos son “ilegítimos y reprobables”. Por eso, la dictadura cívico-militar prohibió los cultos a la Difunta Correa y el Gauchito Gil, entre otros tantos. A partir de allí, los devotos practicaron sus ritos en “catacumbas”, como los primeros cristianos.

El cura carismático correntino Julián Zini –devoto además del Gauchito– explica al respecto que entre la gente más humilde “hay un demanda social de espacios donde honrar a los difuntos”. Por eso, alzan al cotado de las rutas pequeños altares como lugar de oración. En estos ritos, sostiene Zini, “no hay intermediario” como en las religiones monoteístas, “el pueblo es el sujeto, no la jerarquía que preside la liturgia, la religiosidad popular es presidida y protagonizada por el pueblo”.

Para los creyentes, no existen diferencias entre los santos oficiales de la Iglesia y los santos populares. Todos hacen milagros, interceden ante Dios y hay que cumplirles las promesas que se le hacen. No obstante, hablando con los profesantes se vislumbran dos diferencias. La primera, que el culto es más individual que social, de visitas solitarias al santuario o al lugar donde están sepultados, aunque se ve mayor concurrencia para la fecha de nacimiento o muerte del santo. La segunda, que los santificados por la gente tuvieron vidas comunes –en varios casos reñidas con la ley, como Víctor “El Frente” Vital o Juan Bautista Bairoletto- y murieron jóvenes, a manos del Estado o en situaciones trágicas.

“El sufrimiento es un elemento purificador que borra todos los pecados como a los mártires y las muertes trágicas se consideran signadas con un sello divino”, aclara el cura Zini, aunque todavía no sean reconocidas por la Iglesia católica.