Un gauchito domesticado



Hay al menos tres hechos insoslayables a la hora de hablar de El gaucho Martín Fierro, el libro de José Hernández publicado inicialmente en 1872. El primero, que el subgénero llamado por Ricardo Rojas “la gauchesca” había completado en ese momento su ciclo de formación técnica, tras los titubeos iniciales y los aires payadorescos de Bartolomé Hidalgo, Hilario Ascasubi, Rafael Obligado y Estanislao del Campo, el grupo de los fundadores.

Si bien ya tenía su matiz político y era, si se quiere, el antecedente más antiguo de la canción de protesta en el Río de la Plata, la poesía gauchesca intentaba recrear en su origen una manera de vivir en libertad en las zonas rurales de la pampa, cuando Buenos Aires había comenzado a acaparar la urbanización y el poder. Y lo hacía mediante una elaboración artificial del lenguaje del gaucho, un “contrahecho” que motivó una de las grandes humoradas de la historia de la literatura argentina, la de Macedonio Fernández: “pobres los gauchos, siempre hablando en verso”.

Ese subgénero artificial fue usado por escritores de nivel socioeconómico más bien alto (casi todos estancieros como Hernández) para presentar escenas bucólicas en las que, en contraposición con la ciudad, el campo representaba la nobleza, la ingenuidad y la convivencia entre gauchos, indios, mestizos, negros y “gringos”, esa clase de extranjeros que se adaptó de inmediato a “lo rural”. Era un estilo de exaltación y, a la vez, una crítica social llena de arcaísmos, neologismos y términos aborígenes.

El segundo hecho importante es que, a esa altura, imperaba la Constitución Nacional de 1853 y una sucesión de gobiernos que consolidaban una idea de República, aunque con muchas limitaciones. Fundamentalmente, había caído el imperio de un solo hombre, Juan Manuel de Rosas, y su Mazorca había debido adaptarse a la política de los comités y a la policía comandada por una justicia más o menos organizada. Si bien poco democrática (al menos como la concebimos hoy), la Argentina había elaborado una estructura civil con políticos elegidos por una clase dominante, jueces y autoridades provinciales que acabaron con un sistema de poder cuya fortaleza sólo se basaba en una alianza militar entre caudillos territoriales.

En ese contexto, un “federal no rosista” como José Hernández debió elaborar su queja a las autoridades a través de un gaucho bueno perseguido que se volvió malo (Primera parte o “La ida”, de 1872). Pero luego tuvo que “pasteurizarlo” y someterlo a la autoridad de la ley, en consonancia con los vientos de cambios, los fusiles automáticos y la llegada del ferrocarril a la pampa argentina (Segunda parte o “La vuelta”, de 1879).

El argumento es simple. En la llamada “Ida”, el gaucho presenta un carácter independiente, heroico y sacrificado, por lo cual protesta explícitamente contra la política de reclutamiento forzoso del Ejército para combatir al indio en las fronteras, una de las desafortunadas ideas del presidente Domingo Faustino Sarmiento. La consecuencia literaria es que Martín Fierro rompe con la civilización asesinando a un negro. Más tarde se enfrenta con la policía y, por último, debe refugiarse en las tolderías de los indios pampeanos para no ser apresado por la leva.

En ese sentido, el libro tiende al sentido reaccionario de “todo tiempo pasado fue mejor”, ya que insiste con enriquecer el movimiento dramático del gaucho a partir de una época venturosa que vivió en su juventud ya pasada y la compara con la decadencia que contempla en el presente del relato.

En “La vuelta”, las variaciones ideológicas del propio Hernández y sus batallas perdidas le harán permutar las cualidades psicológicas del personaje. Han pasado siete años y “Martín Fierro” revaloriza entonces la sociedad que está en plena transformación hacia el capitalismo (con el ingreso de la máquina a vapor y de los miles de inmigrantes italianos como mano de obra barata). De paso, eleva las costumbres de sus pares en una comparación odiosa con las de los “paganos” tehuelches. Es decir, supera su rebeldía rupturista y mira el porvenir de sus hijos.

El tercer hecho, sin duda, es que junto a El Matadero de Esteban Echeverría y el Facundo de Sarmiento, el Martín Fierro se consolidó a fines del siglo XIX como uno de los elementos inaugurales de la literatura argentina, aún con las polémicas vigentes y los distintos cánones que cada ensayista pretenda reivindicar. Porque, como bien lo remarcó Rojas en su Historia de la literatura argentina, Hernández era un poeta y, como tal, supo trabajar los pliegues de la sociedad de la época.

“Si el poema baja hasta la vida misérrima de los gauchos decaídos desde su antigua prepotencia de fuerza y de gloria, en cambio el poema elévase hasta las puertas del arte por la verdad psicológica de la sociedad que retrata y por el colorido pictórico de la pampa que describe”, indica Rojas en el capítulo “El último payador”.

Debido a esto, justamente, la crítica considera que el “Martín Fierro” es un tipo acabado de composición lírica popular, en la que Hernández, a través de su desventurado héroe, es el rapsoda de la vida de muchos hombres y mujeres de la pampa que quedaron marginados por el progreso y sólo les queda cantar “Porque recibí en mí mismo/Con el agua del bautismo/La facultá para el canto”, como señala Fierro.

Su mérito, nos parece, no es menor, pues combina con belleza los elementos de la vida pampeana y el arte payadoresco, en una forma lírica tradicional, con versos de rima asonante perfecta, estrofas cerradas, sextinas y coplas. A estas formalidades retóricas, le agrega la epopeya de un héroe, la sabiduría del proverbio, la anécdota y un cuadro de costumbres que no había sido alcanzada ni remotamente por sus predecesores. Es decir, hizo una épica a partir de la poesía popular.

El furor del libro en su época puede ser comparado con los grandes éxitos que tenían escritores como León Tolstoi en Rusia o Émile Zola en Francia. En 1894, 22 años después de su tímida aparición, se calculaba que se habían vendido 62.000 ejemplares del “Martín Fierro”. El éxito se asentó cuando en 1873 se publicó íntegro en el Correo de Ultramar de París y las ediciones en otras lenguas se multiplicaron.

En el prólogo a la edición de 1894, se da un dato valioso: “40.000 ejemplares desparramados por todos los distritos de la campaña”, habían constituido la lectura favorita del hogar, de la pulpería, del soldado y de todos los que tenían un ejemplar a mano, cuando la población era mayoritariamente analfabeta, cuenta Rojas. Por caso, el letrado de un pueblo se acercaba a la pulpería y leía en voz alta, mientras muchos campesinos y gauchos se acomodaban alrededor, en posición de fogón, a cebar mate y escuchar la epopeya del Ulises criollo.

El poema, claro está, hablaba de ellos y les interesaba: hacía una crítica social despiadada al entorno y al progreso que pasaba por un costado y dejaba tendales de hombres que no habrían sabido adaptarse sin la ayuda de la educación, la que les estaba por entonces vedada. Sus dardos apuntaban a la floreciente clase media que se enriquecía: “De los males que sufrimos/Hablan mucho los puebleros/Pero hace como los teros/Para esconder sus niditos:/En un lao pegan los gritos/Y en otro tienen los güevos.//Y se hacen los que no aciertan/A dar con la coyontura/Mientras al gaucho lo apura/Con rigor la autoridá/Ellos a la enfermedá/Le están errando la cura”.

José Rafael Hernández y Pueyrredón nació en 1834 dentro una familia de estancieros de tradición unitaria de la zona de lo más tarde fue Mar del Plata. Rosas terminaba de hacer la primera Campaña al Desierto y se preparaba para aplicar un proyecto de país que se desarrolló con muchos conflictos hasta la batalla de Caseros, en 1852. En tanto, Echeverría había llegado de París y estaba por publicar su primera obra “Los consuelos”, una especie de desembarco del romanticismo en el Río de la Plata.

Ese contexto le hará tomar a Hernández sus decisiones: será “federal no rosista” a la manera del Chacho Peñaloza y, por eso, reivindicará un país autárquico como el gobernador de Buenos Aires. En contraste, pedirá la autonomía de las provincias, un punto de conflicto con la metrópoli y su caudillo absolutista. Su primera pasión, en ese marco, no fue el verso, sino el periodismo, desde donde combatió los autoritarismos y las mezquindades de uno y otro lado de la guerra civil. “La reforma pacífica”, “El Eco de Corrientes”, “El Argentino”, “La Capital” y “El Río de la Plata” son los diarios que vieron desfilar su pluma. Desde una posición liberal nacionalista, se pronuncia por un país no quebrado ni secesionista como era el de los caudillos provinciales y del mitrismo que coqueteó con una minúscula República del Río de la Plata hasta la Batalla de Pavón. Dicho sea de paso, Hernández combatió ese día y fue derrotado junto al Ejército de Justo José de Urquiza. 

Tal vez por eso, adhirió al Partido Federal Reformista, a la Confederación Argentina y al autonomismo de Ricardo López Jordán hasta que la represión de Julio Roca en la batalla de Ñaembé lo condujo al exilio en Santa Ana do Livramento, Brasil, y Montevideo.

La trama de sus luchas pueden leerse en El gaucho Martín Fierro, un texto que tiene tantos niveles de lectura como cualquier libro nacional y canónico. Desde la lectura sociológica que se hizo en la década del ’50 y ’60 sobre las desdichas del mundo rural, hasta la lectura filosófico-humanista de esa verdadera cuna de enseñanzas populares que es la payada del héroe con el Moreno. 

Es que Hernández tuvo una capacidad asombrosa para sintetizar los complejos cruces del mundo que le tocó en suerte y los proyectó a una realidad argentina que parecer atemporal. Como si la “argentinidad”, ese cúmulo de virtudes y defectos del cual se habla hoy, se hubiese inventado en su libro. Su permanencia a lo largo de tantas décadas y las siempre renovadas polémicas que genera, hizo que Martín Fierro fuera leído por cada generación a partir de sus propios contextos e ideologías. Esto es precisamente lo que le molestó siempre a Jorge Luis Borges en su lectura: no poder ser reticente, ni ignorarlo, ni arrojar el libro por la borda como hubiera querido en favor del Facundo. El hilo fascinante que une al gaucho con el compadrito de ciudad también lo envolvió en esa forma tan particular de decir “No es para mal de ninguno/Sinó para bien de todos”.


Foto: primera edición de Martín Fierro en Archivo General de la Nación