Isaac Merritt Singer, el hombre que no sabía coser
Su nombre, irremediablemente, quedará ligado por siempre al de las máquinas de coser hogareñas que usaban nuestras madres o abuelas, pero Isaac Merritt Singer fue mucho más que un inventor de genio. Fue, además, un actor de teatro mediocre, representante de actores, creador de una máquina de taladrar piedras, otra de tallar madera, bígamo, aprendiz de mecánico y, como a otros muchos en la historia, un día se le ocurrió una gran idea que lo hizo rico y famoso hasta nuestro días.
Singer nació en la ciudad de Pittstown, Estado de Nueva York, el 26 de octubre de 1811, hace poco más de 210 años, y en realidad tuvo la inteligencia de hacerle mejoras a una máquina de coser preexistente y fundar una compañía que las fabricara en serie, la Singer Sewing Machine Company (La compañía de máquinas de coser Singer). Así, en medio de un conflictivo juicio por la patente, vendió sus productos en los cincos continentes hasta mediados del siglo XX, en que la hilandería se industrializó.
No obstante, la vida no le fue siempre fácil: Singer tuvo una infancia desgraciada que incluyó la separación de sus padres. Él era el segundo hijo de Adam Singer, nacido en la ciudad austríaca de Reisinger, y su primera esposa Ruth Benson. Cuando tenía apenas diez años, sus padres de divorciaron y debió abandonar la lujosa mansión familiar donde vivían con su hermano para trasladarse a la pueblerina ciudad de Oswego, también en el Estado de Nueva York.
Fue allí donde, después de estudiar y trabajar en diversos oficios, se inició como aprendiz de mecánico, aunque a los 19 años halló su verdadera vocación como actor de teatro. En esa época, sus ingresos provenían de dos fuentes: el arreglo de maquinarias, para lo cual era muy hábil, y las actuaciones en pequeños teatros.
El teatro, sin embargo, comenzó a traerle algunos problemas personales: en 1830 conoció a Catherine María Haley y se casó con ella. Cinco años después, no bien había nacido su primer hijo William Singer, se mudaron a Nueva York, donde él trabajaba como mecánico de una editorial, mientras continuaba con las giras de teatro.
En una de esas giras, en 1836, Isaac Singer conoció en Baltimore a la actriz Mary Ann Sponsler y se convirtió en su agente y amante. Al regresar a Nueva York con su última conquista, ella advirtió que su amado estaba casado y que, incluso durante su ardoroso noviazgo, había tenido otra hija con su esposa Catherine, una niña llamada Lillian.
La decepción de Mary Ann no tan grande como para perderlo. En cambio, aceptó a la “otra familia” y se llevó a Isaac a Baltimore, donde convivieron en pareja y tuvieron un hijo, Isaac Singer, en 1837. Así fue como mantuvo dos hogares paralelos y dos amores con la ingenuidad de Haley y el consentimiento de Sponsler, que no quería alejarlo de su vida como amante ni como representante.
Quizá la necesidad de dinero para mantener dos hogares, uno en Nueva York y otro en Baltimore, hicieron que Singer aguzara el ingenio y se dedicara a lo que, finalmente, le dio fama y fortuna. En 1839, consiguió patentar una máquina para taladrar piedras y vendió ese permiso en 2.000 dólares, que en ese momento era más dinero del que había ganado en toda su vida.
Ese golpe de éxito lo decidió a regresar a las tablas y estuvo de gira durante los siguientes cinco años con su propia compañía, la “Merritt Players”, donde actuaba bajo el nombre de Isaac Merritt, mientras su amante Mary Ann participaba bajo el nombre de Señora Merritt. El apellido Singer lo había reservado para sus inventos.
En 1844, se cansó de las giras y consiguió un empleo como mecánico de una imprenta en Ohio. Su espíritu aventurero lo llevó dos años después a Pittsburgh, donde fundó una tienda que fabricaba teclas y señales de madera para el ferrocarril. Y el 10 de abril de 1849, patentó la “Máquina para tallar madera y metal”, su segunda conquista comercial.
Cuando tenía casi cuarenta años, dos esposas y ocho hijos, regresó con toda su familia a Nueva York, donde pretendió vender la máquina de tallar. Un inversor le dio un adelanto para fabricar el prototipo y recibió una oferta para comercializarlo en Boston. Fue en esa ciudad donde se instaló y le estalló en la cara la gran idea de su vida.
Resultó que una tienda de Boston comerciaba un prototipo de máquina de coser ideada por Elías Howe y construida por la compañía Lerow and Blogett, pero los aparatos era difíciles de usar. Orson Phelps, uno de los comerciantes que intentaba vender la máquina, le pidió a Singer que la mirara con la idea de simplificar su mecanismo. Por supuesto, como hombre genial que era, descubrió enseguida cuáles eran los defectos, se asoció con Phelps y con su inversor de Nueva York, y construyó la primera máquina portátil de coser, la Jenny Lind, en homenaje a una soprano sueca. A cambio de mejorar el modelo anterior, sólo pidió la patente para fabricar su propio artefacto de coser.
Así fue como el 12 de agosto de 1851 vio la luz el modelo Singer, que se vendió mejor que la Jenny Lind porque era más liviano y práctico. La idea originaria de Howe, que no pudo llevarse a cabo, se convirtió en una mina de oro para Singer, que la perfeccionó e instaló su propia fábrica de aparatos hogareños.
El verdadero logro de Singer consistió en haber inventado el movimiento de la aguja hacia arriba y hacia abajo (la máquina original lo hacía de lado a lado) mediante un pedal en manivela que era accionado por los pies de la costurera. De esa forma, eliminó un complicado sistema de cadenas y correas que usaba el invento de Howe y abarató los costos de fabricación.
No bien comenzó a fabricar su máquina, Elías Howe lo buscó y lo acusó de infringir el uso de la patente que le pertenecía legalmente, pero como estaba escaso de dinero intentó venderle el derecho por 2.000 dólares. Singer rechazó la oferta e, incluso, lo amenazó físicamente.
Howe, asesorado por hábiles abogados, regresó con una oferta de 25.000 dólares, sólo por el derecho a fabricar la máquina bajo su licencia. La nueva declinación de Singer originó lo que los periódicos de Nueva York titularon “La guerra de las máquinas de coser”.
La guerra legal duró años y, según juró hasta su muerte, el 23 de julio de 1875, nunca le abonó un dólar a Howe, aunque su éxito no fue completo porque debió dejar los Estados Unidos y pasar su últimos años en la costa sur de Inglaterra, más precisamente en la ciudad de Torquay, donde descansaba de un largo paseo por Europa.
Eso sí, rico y famoso.