Una traición K



La anécdota es bastante conocida. El escritor checo Max Brod logró un lugar de privilegio en la historia de la literatura por haber guardado para la posteridad los manuscritos inéditos de Franz Kafka. Su mérito, en todo caso, fue haber sido un traidor: ya enfermo de tuberculosis, el autor de La Metamorfosis le pidió que su “legado escrito” fuese quemado, pero Brod, al leer los borradores, no pudo cumplir. Es más, cuando las tropas de Adolf Hitler se aprestaban a invadir Checoslovaquia, Brod -que publicó en vida 83 libros y fue mucho más famoso que Kafka hasta la década del ’30- huyó a Palestina con los papeles del Señor K. De esa forma, salvó dos veces de las llamas novelas como El Proceso, El Castillo y El Desaparecido, que luego fue editada como América.

El “traidor” se instaló en 1938 en Tel Aviv, donde vivió hasta su muerte en 1968. Durante esos 30 años, Brod se dedicó a erigir el mito kafkiano difundiendo la narrativa y las cartas de su amigo. No sólo logró que se publicaran en varias lenguas los relatos y novelas de Kafka, sino que escribió a su vez una de las biografías más completas que se conozcan acerca del autor checo. Su fervor militante, dice los estudiosos, llegó al sacrilegio de corregirle textos al mejor prosista en lengua alemana de la primera parte del siglo XX. Por eso, desde hace años, las editoriales y los investigadores universitarios comenzaron la titánica tarea de hallar sus manuscritos para publicar ediciones fieles, sin los “agregados brodianos”.

Kurt Wolff, nacido en Bonn en 1887 y muerto en Marbach en 1963, fue el fundador de Kurt Wolff Verlag, una de las editoriales alemanas más importantes de la historia, sobre todo por su colección Der jüngste tag (El día del juicio), en la que publicó a algunos de los mejores escritores del siglo XX como Giuseppe di Lampedusa, Robert Walser (uno de los “maestros” de Kafka, si cabe la herejía de decir que Kafka tuvo maestros), Heinrich Mann y, por supuesto, el Señor K. Su relación con el checo se remonta a 1912, cuando Max Brod los presentó en una reunión en el famoso bar Arcos. Unos meses después, Wolff publicó el primer libro de Kafka, Meditaciones, compuesto por 18 relatos breves. Pese a que casi nadie lo leyó, el editor insistió con La Metamorfosis y, más tarde, con El Castillo. También fracasaron las ventas. 

Wolff demostró sin embargo su fina intuición y su sabiduría literaria en una carta que le envió a Kafka, en 1921: “Sabemos que, por lo general, son precisamente las cosas mejores y más valiosas las que no encuentran eco inmediato, sino que no lo hacen hasta más adelante, y nosotros seguimos creyendo en los lectores alemanes y en que alguna vez poseerán la capacidad de recepción que estos libros merecen”. Y no se equivocó. El checo K. es un “long-seller” desde la década del ’40 cuando sus traducciones comenzaron a circular por todo el mundo. Un dato que no podemos sino subrayar es que la primera traducción de La Metamorfosis en español fue encargada por la editorial Sur, de Victoria Ocampo, a un joven escritor que, 30 años después, diría que había admirado a Kafka “hasta el plagio”: Jorge Luis Borges.

Max Brod donó los manuscritos de El Castillo y América a la biblioteca de la Universidad de Oxford, pero El Proceso y la mayoría de los relatos originales de Kafka estaban en su poder. Como era viudo y no tuvo hijos, al morir le legó su archivo a su secretaria Esther Hoffa, una mujer casada y madre de dos hijas. En el testamento, la nombró heredera y albacea, lo que determinaba que sólo ella podría autorizar la publicación de obras, notas, diarios y cartas de Kafka. Así fue como se consumó la segunda traición.

Hoffa se sintió dueña de esos valiosísimos documentos y, entre 1974 y 2008, subastó en Europa las cartas del Señor K. a su amante Felicia Bauer y a sus amigos Brod y Franz Werfel. Inclusive, intentó salir de Israel con manuscritos de Kafka, pero agentes de Aduana descubrieron la maniobra y la detuvieron. Desde entonces, el Archivo Nacional del Estado, la Biblioteca Nacional, biógrafos de Kafka y parientes de Brod intentaron convencer a la mujer que entregara los documentos a una universidad o una institución de investigaciones.

No hubo caso. Esther Hoffa consideraba que el Archivo Brod era parte de su fortuna personal y, debido a ello, le vendió al Estado alemán el original de El Proceso en casi 2 millones de dólares. No fueron pocos lo que pusieron el grito en el cielo: ¡Justo a país que había matado a dos de sus hermanas, a los amigos y a todos los parientes de Kafka en campos de concentración!, dijeron. Hoy, el manuscrito está en el Archivo de la Literatura Alemana.

La novela kafkiana tiene otra bifurcación: Esther Hoffa, en su vejez, le donó el archivo a su hija Hava. Ese testamento motivó que la Biblioteca Nacional de Israel le reclamara a una Corte que impidiera la transferencia por incumplimiento del testamento de Brod. Entre los “tesoros” que los especialistas creen poder hallar se encuentra el diario personal de Brod, que podría iluminar, por ejemplo, el episodio de la primera traición: ¿Por qué no cumplió con el extraño pedido de su amigo?

Muerta Esther, Hava Hoffa se ocupa ahora del tema y mantiene varios pleitos con Israel, que le exige los manuscritos en virtud de una ley de patrimonio cultural. Ella, a su vez, demanda que se le permita venderlos y, a ciencia cierta, nadie sabe dónde están los papales de Brod y Kafka.

En esta comedia de enredos, quedaron heridos otros protagonistas. Por ejemplo, los sobrinos nietos de Dora Diamant, la última pareja de Kafka, no pueden leer las cartas que le escribió a Franz. Por su parte, los investigadores literarios claman de bronca porque Brod y Kafka mantuvieron relaciones por correspondencia con muchísimos hombres de la cultura, por ejemplo el filósofo judío Felix Weltsch. Es decir, una parte muy rica de las décadas del ’10 y del ’20, cuando Praga era una ciudad cosmopolita y estaba repleta de intelectuales se está perdiendo en un enredo legal. Mientras los jueces de Israel y una anciana de 76 años llamada Hava siguen en los estrados, lo único que se sabe del archivo de Brod –y de los manuscritos de Kafka- es que estuvieron en algún momento en una caja fuerte de un banco de Zurich.

Al cabo, una larga historia de traiciones: Brod no cumplió con el deseo de Kafka; Esther Hoffa no cumplió con el deseo de Brod de que el material fuera donado a una institución de Israel o del exterior que lo cuidara como patrimonio de la humanidad; Hava Hoffa sólo tiene intención de vender los manuscritos para hacerse rica, como al parecer lo hizo su madre. Y algún iluso sueña con que el día en que se hallen los escritos, una novela inédita de Franz Kafka saldrá a la luz y el mundo conocerá, por fin, la edición de sus obras completas.


Artículo publicado el 16 de junio de 2011