León Trotsky, crítico literario
El revolucionario ucraniano pasó a la historia como creador del Ejército Rojo y uno de los forjadores del Estado soviético junto a Lenin. Sin embargo, presentaba una arista poco conocido: fue un historiador, crítico de arte y ensayista literario admirado por numerosos intelectuales.
Lev Davídovich Bronstein fue un militar y diplomático ucraniano de origen judío que, bajo el seudónimo de León Trotsky, encabezó junto a Vladimir Ilich Uliánov (Lenin) la revolución que en octubre de 1917 cambió gran parte de la geopolítica mundial. También fue el creador y comandante en jefe del poderoso Ejército Rojo que, durante la guerra civil rusa (1917-1923), venció a las tropas “blancas” del Zar Nicolás y a las de sus 14 aliados occidentales, entre ellos Gran Bretaña, Estados Unidos, Japón y Francia, con el objetivo de establecer la Unión Soviética. Como para demostrar que las revoluciones se comen a sus hijos dilectos, terminó perseguido por la misma unión de repúblicas que ayudó a conformar, hasta ser asesinado en México por un agente de los servicios secretos soviéticos en 1940. Datos históricos sabidos.
Lo que no resulta tan conocido es que, además, Trotsky hablaba y escribía en seis idiomas, era crítico de arte, fotografía y cine, ensayista de literatura, periodista e historiador. En resumen: un heredero de la ilustración decimonónica. Para más datos, su prosa despertó comentarios elogiosos en intelectuales de la talla del alemán Walter Benjamin. Tras leer su Historia de la Revolución Rusa, el filósofo alemán le escribió a uno de sus corresponsales que en muchos años “no había asimilado nada con tanta intensidad… Una prosa fogosa que corta el aliento”, lo definió. Desde entonces, confesó Benjamin, estudiaba de manera profunda los análisis del ucraniano en los periódicos de la IV Internacional.
En verdad, la faceta artística de Lev Davídovich Bronstein quedó expuesta recién 40 años después de su muerte, cuando fueron abiertos sus archivos en la Hougthon Library de la Universidad de Harvard, Estados Unidos, a donde llegaron donados por su viuda Natasha Sedova. Los llamados Cahiers Léon Trotsky (Cuadernos León Trotsky), 74 volúmenes compilados por el historiador francés Pierre Broué y el británico Michel Dreyfus, revelaron detalles sumamente notables para un feroz militar que combatió sin piedad desde el “Tren blindado”.
Una de las características más curiosas del pensamiento del ucraniano es su rechazo a las pretensiones de algunos socialistas de hacer del marxismo un sistema universal que proporcione la resolución a todos los problemas del mundo. Por eso, combatió los intentos de someter la investigación científica, la literatura y el arte a la supuesta “filosofía totalizadora del marxismo”, muy en boga tras la revolución del 17. Además, criticó severamente los conceptos de “cultura proletaria” y “realismo socialista” que se impusieron como norma obligatoria en el mundo soviético durante el ascenso y el apogeo de Iósif Stalin.
En la colección de ensayos más difundida, Literatura y Revolución, Trotsky expone las claves de lectura marxista de principios del siglo XX. Allí rebate una idea enraizada en las vanguardias, el denominado “arte por el arte”, separado de la actividad social y económica. Al respecto, sostiene que esa desvinculación fue posible a lo largo de la historia porque el arte y la literatura eran patrimonio de las clases privilegiadas. Es decir, dedicarse al arte exigía “la demasía” y “el bienestar”. A partir de mediados del siglo XIX, sin embargo, el arte y la sociedad jamás estuvieron separadas porque “para ‘fabricar’ arte es preciso que los altos hornos trabajen más aún, que las ruedas giren con mayor rapidez, la lanzaderas emprendan a mayor velocidad su movimiento de vaivén y que las escuelas funciones con más celo”. Años después, Walter Benjamín acompañará esta teoría al escribir que la posición de un artista en la vida contemporánea, sólo puede determinarse en base “a su posición dentro del proceso de producción”.
No obstante sus discrepancias con las vanguardias, Trotsky demanda la independencia económica e ideológica del artista: “Si para el desarrollo de las fuerzas productivas materiales, la revolución se ve obligada a erigir un régimen socialista de planificación centralizada, para la creación intelectual ésta debe desde el principio, establecer y asegurar un régimen anárquico de libertad individual”. Esta frase, pocos lo saben, pertenece al “Manifiesto por un arte revolucionario independiente”, que suscribieron los popes del surrealismo, entre ellos André Breton, pero fue escrito en colaboración de Trotsky.
En la misma medida que reclama la “libertad individual del artista”, Lev Davídovich rechaza el llamado “arte proletario”, pues “en cierto sentido el arte es más rico que la vida porque puede aumentarla o disminuirla”. Cierto comunismo primitivo, que influenció la noción de “realismo socialista” soviético, se nutría de un dilema inquietante: Todo aquello que no convenía a la clase proletaria debía ser derrumbado y construido de nuevo.
Muy lejos de este “talibanismo” cultural, el crítico Davídovich estudia la tradición burguesa y pretende cambiar algunos de sus aspectos dialécticamente, es decir interactuando con ella desde una perspectiva política: “Ante todo la revolución fue emprendida con el objeto de apoderarse de la herencia”. La tradición, su captura y su análisis están íntimamente relacionados con la idea de que a un período determinado de la historia le corresponde una forma artística determinada.
Frente al hecho concreto de la revolución, Trotsky dice que “una nueva clase no comienza por crear todo una nueva cultura desde el principio, sino que entra en posesión del pasado, lo selecciona, lo corrige, lo reajusta y a partir de todo ello construye” un nuevo arte, el verdadero camino de las vanguardias. Es decir, “cada clase en ascenso se pone a cuesta de la precedente”, pero esta continuidad es dialéctica, es decir establece movimientos internos, rupturas y rechazos.
Pese a ser heredero de una prédica marxista, en general retrógrada respecto de las artes, Trotsky entiende la cultura en un contexto social progresivo. Y cree que la literatura, la fotografía y la plástica sólo son artes si tienden a nuevos modelos: “El verdadero arte, aquel que no se satisface con las variaciones de modelos preestablecidos, sino que se esfuerza por expresar las necesidades íntimas de la humanidad, no puede dejar de ser revolucionario, es decir, no puede sino aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad, aunque sólo sea para liberar a la creación intelectual de las cadenas que la obstaculizan y para permitir a toda la humanidad elevarse a las alturas que sólo genio solitarios han alcanzado en el pasado”. Desde el punto de vista del proceso histórico, Trotsky considera que el arte es siempre “socialmente subsidiario e históricamente utilitario”, para las clases dominantes. Por eso, es necesario quitárselo y extenderlo hacia las clases populares, una utopía que recién concretara después de la II Guerra Mundial el Pop art.
En el mismo sentido en que tiende a apoyar una libertad de creación, Trotsky impugna la idea de arte proletario. “Es de todo punto de vista desprovisto de fundamento oponer a la cultura y al arte burgués, la cultura y el arte proletario”. La revolución, en su opinión, no puede promover un nuevo tipo de arte de facto porque “el intento de arrancarle al porvenir lo que sólo como parte inseparable de él puede desarrollarse, introduciéndola a toda prisa en un mísero tablado teatral, no es más que diletantismo provinciano”. El centro de gravedad, para Trotsky, no está en la elaboración teórica de los principios del nuevo arte, sino en la educación artística.
En sus cuadernos, el revolucionario destaca que el arte debe servir para ayudar a la educación de un hombre nuevo. En ese proceso, el desarrollo lingüístico es fundamental: “El lenguaje es un instrumento del pensamiento. La precisión y la corrección en el habla constituye un requisito indispensable para el pensar correcto y preciso”. Tal vez por ello, destaca el trabajo de los Futuristas rusos (después declarados enemigos de la revolución por Stalin) en su trabajo transformador: “Es verdad que las palabras nuevas y sus combinaciones, los ritmos y las rimas se han hecho necesarios porque el futurismo, en su concepto de lo que debe ser el mundo, ha reagrupado los fenómenos y los hechos, describiendo nuevas relaciones entre ellos, o mejor dicho, inventándolas”, aunque le reprocha al movimiento caer un procedimiento “descriptivo y semiestadístico” que se inclina al formalismo.
A pesar de sus discrepancias, Trotsky da prioridad a “la independencia del arte” sobre cualquier tipo de regulación, frente a los embates de los “comisarios” de la revolución del 17: “No es posible cesar la vigilancia para que el respeto a las leyes específicas a las que está ligada la creación intelectual sea garantizado… El arte no puede, sin entrar en decadencia, aceptar plegarse a cualquier directiva externa y encuadrarse dentro de los términos que algunos creen poder asignarle con fines pragmáticos extremadamente limitados”.
A lo largo de sus numerosos cuadernos, Trotsky discute con los formalistas (sobre todo con quien considera “el más genial de los formalistas, Immanuel Kant) su propia teoría: “La forma en el arte, hasta cierto punto y en gran medida, es independiente, pero el artista que crea esa forma y el espectador que la goza no son simple maquinarias… Son personas vivas, con una psicología cristalizada que representa cierta unidad. Esta psicología es el resultado de condiciones sociales. Por eso, la creación y la percepción de las formas artísticas es una de las funciones de la psicología”. Las formas, ya le quedaba claro al revolucionario ucraniano, no es un reflejo pasivo de un concepto artístico preconcebido, sino un elemento activo que influye en el concepto mismo.
Si bien hay muchos partidos políticos minoritarios a lo largo del mundo que se autoproclaman trotskistas, la herencia política de Davídovich tuvo quizá menor volumen que su herencia intelectual. Cientos de artistas, escritores y pensadores lo leyeron con devoción como le ocurrió a Walter Benjamin. Algunos que así lo manifestaron fueron André Malraux, Víctor Serge, George Orwell, George Bataille, John Dos Passos, André Breton y Roland Barthes. También fueron a su manera “trotskistas” Frida Kahlo, Diego Rivera, Edmund Wilson y Mary MacCarthy. En Latinoamérica, su pensamiento tuvo, en cambio, herederos esquivos, ya que muchos lo reivindicaron en su juventud y luego se volvieron liberales o conservadores, como Octavio Paz, Mario Vargas Llosa y Cabrera Infante.
Algunos otros, naturales enemigos ideológicos, lo destacaron por su honestidad intelectual, como François Mauriac, Milan Kundera y Joseph Roth, quien le dedicó la novela “El profeta mudo”. Sin embargo, fueron los biógrafos John Reed, Sujanov y Victor Serge quien dejaron escrito uno de los datos más singulares de su vida: mientras viajaba en el famoso “Tren blindado” durante la guerra civil, este orador político comparado con Danton, este militar salvaje que venció a 15 ejércitos, leía en francés al poeta Stéphane Mallarmé.