Jeanmaire y sus ganar de ensayar con elementos literarios y sociales
Durante muchos años, quizá desde la aparición de Un profundo vacío en el pie izquierdo, Federico Jeanmaire fue uno de los secretos mejor guardados de la literatura argentina, el placer de críticos, profesores y lectores exigentes, esos que no suelen esperar la Feria del Libro para atiborrarse de “suvenires” que dormirán en sus bibliotecas.
El autor nacido en la ciudad bonaerense de Baradero en 1957 tiene en las últimas dos décadas varios hitos: en 2011, volvió a sorprender a sus lectores con la novela Fernández mata a Fernández, el relato de una investigación policial desopilante en la que todos los personajes (la víctima, el asesino, el periodista que fisgonea, la jueza, una viejecita que causa sin proponérselo el homicidio y hasta el encargado del edificio que varios de ellos habitan) se llaman Fernández. Una elección para nada inocente si se tiene en cuenta que la entonces Presidenta, dos ex jefes de Gabinete y un fugaz ministro de Economía portaban ese apellido. Esta es, en resumen, la anécdota simple del libro, aunque para salir de ella y profundizar en su trama, deberíamos remarcar al menos dos ideas.
La primera es que Jeanmaire escribe un relato policial tan original que subvierte (en el sentido vanguardista del término) la mayoría de las reglas del género, a saber: no hay un solo policía en Fernández mata a Fernández. Tampoco hay detectives o, si se quiere, hay un remedo paródico de detective en la figura de un periodista jubilado, nada sagaz y un poco lento en sus deducciones. Como bien lo define el portero, “un salame”, un reflejo retorcido de Philip Marlowe.
Lo más notable de la novela es que no hay un narrador en el sentido clásico, ni en primera ni en tercera persona. La historia se manifiesta a través del diálogo, a veces enmarañado, entre los protagonistas. El narrador es reemplazado en este caso por el oído fino del autor, quien capta una voz y un tono particulares para cada uno de sus personajes y termina cristalizando sus fisonomías (físicas e intelectuales) sin caer en descripciones detalladas. Por el contrario, esos caracteres se “arman” a medida que transcurren sus conversaciones, en una suerte de existencialismo irónico: los personajes “son” a través del testimonios de los otros. Una estética del chisme que Jeanmaire lleva a un nivel exquisito.
La segunda idea es que Jeanmaire elabora un análisis de la violencia social que soportan los porteños, en este caso, y los argentinos, en general. Pero su análisis no está expuesto por medio de un panfleto bienpensante o de las ideas políticamente correctas que pululan con tanta efusión en la literatura actual. La crítica que subyace al desarrollo de Fernández mata a Fernández se pone en escena al natural, sin adjetivación ni una opinión moralizante que la arruine. La vemos explícita en los parlamentos políticamente incorrectos de los personajes: una víctima mortal a la que se acusa de “guerrillero” y “comunista”, un gay al que se le dice “maricón”, un jefe periodístico con las marcas de corrupción que exhibe su profesión y, como no podía ser de otra forma, una jueza deshonesta y manipuladora. Y lo más valioso es que, aunque a veces esa disección costumbrista puede confundirse con una parodia de la argentinidad, tiene en verdad la profundidad de un ensayo.
La explicación a esta aserción no se encuentra, me parece, en Fernández mata a Fernández, sino en las últimas novelas del autor. Como decíamos, desde hace dos décadas Jeanmaire trabaja con un árbol narrativo que esconde un bosque político y social despiadado con los (malos) hábitos de la modernidad periférica. Por ejemplo, si leemos Vida interior como una elipsis del libre albedrío de los seres humanos y la violencia que conlleva forzar una relación de pareja, en especial entre hijos de culturas bien diferenciadas, nos es lícito reflexionar también que la violencia social de la Argentina ya estaba mejor desplegada en su novela Más liviano que el aire que en cualquier tesis de los émulos locales de Michel Foucault.
La estrategia de no ser explícito con las ideas, estrategia benjaminiana (el tero que grita en un lugar y pone los huevos en otro), queda esbozada en los momentos de Fernández mata a Fernández en que el portero del edificio comadrea con el periodista jubilado para delatar todos los vicios de la jueza, un jueza que, como arquetipo, representa esa justicia para ricos. Además le cae el sayo a ese periodismo que quiso, con algo de soberbia, ocupar el lugar de la justicia y la política en los años ’90, precisamente cuando no había política ni justicia sino un simulacro de frivolidad primermundista.
Este tipo de novelas a partir de la voz de los personajes (personajes que, a la vez, representan clases sociales y culturales diferentes) es una apuesta que Jeanmaire inició con Más liviano que el aire, la novela que obtuvo el “Premio Clarín de Novela 2009”. Allí, una anciana de 93 años de clase media-alta enclaustra en el baño de su casa a un adolescente “villero” que intenta asaltarla. Y si usamos el verbo enclaustrar es porque la mujer, además de encerrarlo, lo obliga a escuchar una historia familiar que se basa en el deseo de su madre y de ella misma y simboliza la opresión que sufrieron todas las mujeres en el XX. Ese personaje, que impone su registro en el relato (el adolescente sólo es referido por ella), no sólo descarga su conciencia a través de la puerta del baño, sino que muere a partir de hacerlo y, entonces, mata. La elipsis que introduce la narración no sólo está compuesta de la violencia social y clasista, sino también de la que se origina en la soledad, en los mundos cerrados, que bien pueden ser un departamento, un baño o un country.
En cambio, Vida interior (Premio Emecé 2008) presenta como fachada la historia de amor y desamor de una pareja que transcurre, casi totalmente, en la habitación de un hotel de Oaxaca, México, entre una descompostura de ella (Finlandia) y la soledad de él. Aquí, el narrador en primera persona es también el protagonista principal y el comentarista de su propio pensamiento: un experimento intenso entre lo que un ser humano anuncia, lo que finalmente hace y lo que interpreta a partir de sus acciones.
Esa “vida interior” del personaje se ve continuamente violentada por los hechos exteriores, desde su novia hasta un clima hostil y costumbres que va cambiando sus formas de ver. Lo que en Más liviano… se desenvuelve en una comunicación unidireccional, en Vida… se expresa como la imposibilidad de comunicarse, otro modo de violencia.
Hay obras literarias que se apoyan en hitos, en mojones que señalan una marca en su época, en su género y en su territorio. Miguel de Cervantes Saavedra, por ejemplo, habría sido igual “Cervantes” si solo hubiese escrito El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Sus Novelas Ejemplares sobran, aun cuando para la mayor parte de sus lectores sean libros excepcionales. Hay otras obras, en contraste, que se estriban en una continuidad; en un "estilo" que se desarrolla a lo largo de varios textos; sin mojones, sin resonancias, pero con una cadencia que se lee a lo ancho de sí misma. Andrés Rivera, por caso, trabaja en esa dirección, incluso si La revolución es un sueño eterno marca un salto cualitativo de la literatura argentina.
Jeanmaire podría ser enmarcado (gran vicio de la crítica literaria con los escritores inasibles como Jeanmaire) en el segundo tipo: desde aquel trabajo filológico y paciente de Miguel hasta una de sus novelas más celebradas los lectores fieles, aunque ninguneada por las editoriales y el público, Países bajos, su textura crece en un continuo a través de un trabajo fino con la palabra, un desarrollo pausado de historias mínimas y una capacidad asombrosa para nombrar la realidad y, más aún, escucharla.
Países bajos tiene también su anécdota: el encuentro entre un joven argentino descendiente de holandeses con una holandesa de La Haya “roja, rojísima” y “de sonrisa absoluta”, Ruska. En el medio, el vacío de un experimento “importante para la humanidad” que los mantendrá alejados durante 45 días. Ese vacío lleno de violencia, esa enorme nota al pie de una vida, sirve para conocer una historia familiar y una historia de la fundación de la patria. Un tratado político de cómo gestaron la ciudadanía argentina los inmigrantes de fines del siglo XIX y de cómo, a fines de siglo XX, los argentinos desesperaron por iniciar una vida en “otro lado”, en cualquiera, lejos.
De eso se trata la violencia, al fin y al cabo, el desarraigo y la tristeza de Juan, el personaje de Países Bajos (Finalista del Premio Planeta 2003), siempre se des-ubica en dos lugares: el de la sangre (Holanda) y el de la lengua (la Argentina). En esa disyuntiva, me parece, se centra el experimento de Jeanmaire a lo largo de su obra, en buscar sortear ese abismo que existe entre culturas y clases. En atrapar la diferencia entre la realidad que se invoca desde el misterio de palabras como patria (en La Patria) y una realidad muy actual que nos deslumbra en el peor sentido. Y todo esto lo hace con una estrategia narrativa que sabe eludir las voces obvias, que no denuncia ni reprende. Apenas nombra la violencia con la maestría de los que saben hacer funcionar esos mundos que parecen irreconciliables.
Mientras muchos escritores y críticos siguen debatiendo sobre las bondades de una literatura ligada a “la experiencia” en desmedro de otra ligada a “la lectura”, mientras se argumentan viejos tópicos como “vitalismo” versus “tradición”, mientras se quiere descalificar a los autores que escriben “para los lectores y el mercado”, Jeanmaire nos viene a mostrar su ganar de ensayar con elementos literarios y sociales en cada uno de sus libros, motores potentes que diseccionan nuestras costumbres.