Gestos de conformidad
1. Él
La puerta cedió de repente al envión descontrolado de su cuerpo y el hombre cayó arrodillado entre los escombros amontonados en el vestíbulo. El recibidor del viejo edificio de la calle Bartolomé Mitre estaba abarrotado de ladrillos apilados, latas de pintura seca y bolsas de arena, cal y cemento sin abrir. Del cielo raso pendían dos tirantes de madera a punto de derrumbarse. Flotaba en el aire una capa de polvillo que se desprendía de las paredes descascaradas. Esta obra no se termina nunca más, pensó. El revolcón sobre los mosaicos roñosos le produjo dos sensaciones contradictorias: lamentó en principio los arabescos de tierra que exhibía su gabán de pana negra, pero enseguida apartó de su mente esos alardes estéticos y se concentró en sofocar las náuseas que lo venían persiguiendo durante las últimas tres cuadras.
El hombre se puso de pie y contuvo las arcadas apenas observó que se encontraba en aquel vestíbulo, tan desolado como su historia de desacuerdos afectivos. Con un gesto desencajado, eructó y degustó un sabor agrio en su boca. A esa altura de la noche, sólo deseaba olvidar en qué lugar de Buenos Aires había bebido la última copa de vino tinto y con quién había pasado la tarde.
La aparición de una vecina, que se asomó por la mirilla de un departamento del contrafrente, motivó que el hombre, aún entumecido por los efectos del alcohol, se enderezara y caminara apurado hacia los ascensores. Recorrió un par de metros y sus vacilaciones tropezaron con una viga oxidada que algún albañil había dejado en el suelo: antes de caer, recuperó el equilibrio apoyando una mano en la pared y escupió la viga con mucho desprecio, como si ese hierro corroído hubiese alcanzado una insospechada humanidad y fuera el culpable de su vaivén de borracho.
Nada impidió entonces que prosiguiera el traslado que había ideado a partir de la intromisión de la vecina, ni el bamboleo errante de sus piernas, ni las pupilas irritadas, ni la pelota biliar que circulaba de un lado al otro de su estómago. Como había corte de energía eléctrica en el barrio, el hombre esquivó los ascensores y se dirigió hacia la escalera incrustada al final del pasillo, en un rincón que antiguamente había servido de jardín de invierno y que ahora estaba deteriorado por los años y la indiferencia. Subió en zigzag, tomándose de las barandillas, los primeros cuatro pisos. En el rellano del quinto, los espasmos abdominales lo acometieron de nuevo y el vómito se tornó incontenible: un hilo del charco hediondo resbaló hacia abajo y se espesó muy cerca de la cena de un gato, que lo contemplaba desde el pasillo con cierto recelo.
Cuando el dolor se le hizo tolerable, unos diez minutos después, el hombre reanudó su ascenso hasta dar contra una chapa de bronce que señalaba el departamento 9º C. Franqueó con facilidad la puerta de entrada, ingresó a un living sombrío y se quedó parado delante de un dormitorio donde una cortina descolorida suplía la ausencia de puerta. Susurró allí dos o tres incoherencias y nadie le contestó.
– ¿Otra vez sólo? ¿O por fin solo? –dijo y escuchó un eco apagado de su voz en el vacío de la vivienda.
El borracho se arrastró hasta el umbral de la habitación del fondo, cuya ventana enfrentaba a un rascacielos en construcción, entró con sigilo evitando que sus torpezas alborotaran a los fantasmas noctámbulos y pulsó en vano la llave de luz. Comprobó de un simple vistazo dos hechos consumados: el estudio estaba desocupado y el apagón se prolongaba más de lo habitual. Un reflejo tenue que provenía del alumbrado público de la esquina de Bartolomé Mitre y Junín le permitió sentarse frente a un escritorio cuidadosamente desordenado, repleto de diarios, revistas, hojas en blanco y objetos sin utilidad. Una de las patas traseras estaba quebrada y su rigidez había sido reemplazada con libros.
El hombre hundió sus manos en ese caos, revolvió algunos papeles y retiró una carpeta verde turquesa que sujetaba dos decenas de páginas redactadas a máquina. Mientras se disponía a leer el artículo bajo el resplandor de una linterna de escritorio, se descompuso otra vez y aceleró hacia el baño: lanzó allí los restos de una noche que no quería abandonarlo del todo.
Con la disminución de los espasmos, el borracho estimó que su cuerpo se habría apaciguado y regresó al estudio. Aun a riesgo de otros embates, desenterró de un estante una botella de brandy, sorbió despacio dos o tres tragos que le acomodaron el alma y se desparramó en el sillón a revisar el escrito. Entretenido con el reporte periodístico que había concluido esa misma mañana, no advirtió que la energía eléctrica había sido repuesta y mantuvo la linterna encendida.
Tampoco advirtió que una mujer alta y rubia, con aspecto de extranjera, introducía su llave en el cerrojo desvencijado del antiguo edificio de la calle Bartolomé Mitre al 2000.
2. Ella
La mujer alta esquivó los escombros del porche y remontó sin vacilar cada uno de los escalones hasta llegar al 9º piso. En el palier, se dio cuenta de que la energía eléctrica recién había sido repuesta: un destello de luz escapaba por la mirilla del departamento C. Recorrió decidida los últimos metros y abrió la puerta con la suavidad de un carterista para que no rechinaran las bisagras. El living se adivinaba desierto, pero un rumor áspero de hojas manipuladas acudía desde la habitación del fondo. Ella se acercó en puntas de pie y espió al hombre, a esa hora de la madrugada casi sobrio, que colocaba una hoja blanca en su máquina de escribir. No quiso molestarlo.
Retrocedió hasta la otra habitación, descorrió la cortina descolorida, buscó sobre el ropero un bolso rectangular de lona y comenzó a juntar sus pertenencias en silencio: cuatro camisas, dos polleras, dos pantalones, un vestido rojo, ropa interior, los cosméticos, una caja con regalos, un par de zapatos negros sin taco, un retrato a lápiz que le habían regalado hace años y una lata llena de adornos que, con frecuencia, iban prendidos a sus blusas durante los paseos que emprendía por Palermo o Parque Lezama. Creo que está todo, se dijo antes de salir.
Al examinarse en el espejo del pasillo, la mujer permaneció unos segundos paralizada: su expresión de desertora, de Dueña de los adioses, como él la había bautizado, la aterrorizaba, la impulsaba a escabullirse escaleras abajo, a huir para siempre de aquel departamento sin siquiera despedirse del hombre. Sin embargo, una sensación de ahogo, saturada con recuerdos de los días felices, la detuvo. Ella avanzó en dirección del cuarto iluminado, empujó esta vez sin reservas la puerta entornada y percibió una voz ronca a medida que irrumpía:
– Un segundo, amorcito, termino de leer la nota y...
En ese preciso instante, el hombre giró su cuello y constató que la mujer de ojos entristecidos, impaciente y tensa, la mujer a punto del llanto que se había detenido ante su escritorio, no era el amorcito que esperaba. Ella distinguió una turbación paulatina en el rostro del borracho: tenía la mirada húmeda y un gesto de sorpresa le había desfigurado los labios al descubrirla ahí parada, con un bolso de lona azul en la mano.
Ambos mordieron sus emociones y reprimieron algunas lágrimas que aparentaban desbordarlos. Ella evitó mostrarse celosa: consideraba que en tal ocasión no tenía derecho de manifestarle sus pasiones. Por esa razón, no hizo ninguna referencia a la frase del borracho y se limitó a intentar un comentario neutro, sin agresividad, prescripto en voz alta como una fórmula de nigromancia o como si ambicionara la atención del vecindario:
– ¡No quiero que escribas la nota!
Él se volvió hacia la ventana y reparó perplejo en que la corriente eléctrica había sido restablecida en el barrio. En ese pequeño lapso de sopor, soñó una imagen ideal, pretérita, perdida en un espacio irrecuperable, de la mujer que suplicaba una respuesta a sus espaldas. “¡Cuánto aprendió a parecerse a su madre en este tiempo!”, se dijo. El hombre padeció un escalofrío intenso que atribuyó a la bebida, a los ruidos descomedidos de la avenida Rivadavia o al llanto. Su confusión era tan grande y estaba tan vinculada con ella que fuera de sí golpeó con un puño el escritorio y gritó en un tono desusado:
– ¡Es tarde! El artículo ya fue...
De pronto, atenazó en su garganta las palabras que iba a gruñir a continuación y se amparó en cierta impotencia: admiraba a la mujer con ternura, sin añadir a aquella frase mutilada y engañosa nada de lo que escrupulosamente había pensado contarle. Ella entendió apenada que estaba todo dicho. Y como resultado de su certeza, sonrió con un rictus amargo, entrecerró la puerta y, sin remordimientos, sin recapacitar en la resolución que había tomado, le reprochó desde el umbral:
– ¡Sos una mierda! ¡Te había pedido por favor que no publicaras esa nota!
Atormentado por la violencia de su modulación, el borracho especuló con precipitarse detrás de la mujer. Quizás esa actitud hubiera modificado los acontecimientos que luego se sucedieron… Quizás ella le hubiese perdonado el mal trago y hasta habría podido revalorizar su postura de esconderse del mundo… Quizá se hubiesen embarcado en una vida diferente: la mujer, liberándose de un peso enorme, su pasado familiar; el hombre, saboreando el reconocimiento que le hubiera reportado el artículo periodístico que había concluido esa mañana, una crónica reveladora sobre el escandaloso asesinato de una actriz decadente, un poco extravagante, un poco esquizofrénica, que había denunciado el secuestro de su hija mientras sus conocidos sostenían la versión del estrés, de la incipiente demencia, de una operación que le vació la matriz y la convirtió en un ser infecundo. “Un objeto de culto”, mentían.
Varias de estas hipótesis desfilaron por la cabeza del borracho apenas la vio marcharse. No obstante, aceptó con resignación el reproche de Norma (así se llamaba la mujer), se entregó a su destino sin incorporarse del sillón y masculló entre dientes:
– Adiós... Espero que me disculpes.
Unos segundos después, sentado frente a la ventana, Marco (así se llamaba el hombre) acechó la llegada del ascensor, la resonancia de las cancelas contra la moldura de metal, el arranque de las poleas y, al fin, el chirrido del freno en la planta baja. En ese momento sintió miedo, sintió un escozor en la garganta, sintió espasmos en el estómago, sintió que sus entrañas eran quemadas por un fuego más punzante que el que habría de experimentar con la muerte. Recién entonces, bebió otro trago de brandy y prosiguió con la carta que había empezado antes de aquella visita imprevista: estaba excusándose con su editor tras haber resuelto no enviarle la noticia prometida, un reporte sensacionalista sobre una actriz decadente que le había demandado siete años de averiguaciones.
Mientras trazaba justificaciones llenas evasivas, se preguntó por qué le había hecho creer a Norma que el artículo sería publicado. También se cuestionó haber desaprovechado la presencia de la única mujer que había amado en su vida, que todavía amaba. Esos dos razonamientos fueron recurrentes durante toda la noche. Supo al cabo que no existía ningún motivo, salvo su propia absurdidad, para no haber corrido detrás de ella y haberle demostrado la verdad.
El desenlace de la misiva se demoró hasta la mañana, hasta que se resistió al papel en blanco y comenzó a escribir casi maquinalmente, sin equivocarse o, en todo caso, sin detenerse en las correcciones.
3. Ellos
Tras la salida del sol, Marco aplastó el último Chesterfield en el fondo de un cenicero atestado de filtros y dejó de tipear. Levantó su frente de la Olivetti Lettera y observó, con mucha tranquilidad, a los albañiles que arribaban al obrador para prolongar el rascacielos en construcción. El crujido de la cerradura y el chirrido de las bisagras de su departamento no lo distrajeron: había tomado otro trago, una somnolencia rotunda lo invadía y meditaba acerca de un tema que trascendía las paredes de ese cuarto… Meditaba que había dilapidado una gran oportunidad de ubicarse en el lugar al que siempre aspiró: el de los investigadores periodísticos destacados. Y había dilapidado, además, una posibilidad de felicidad con Norma.
Tal vez por eso, algunas lágrimas brotaron de sus ojos claros de gringo y recorrieron las pestañas, los párpados y las mejillas, hasta perderse entre los cabellos enrulados de su barba. Estaba rendido a la fatalidad que había elegido sin saberlo. Ni siquiera sospechaba que un día más tarde ocuparía la tapa de todos los diarios y hallaría –aunque sea por dos semanas o quince minutos, como quería Andy Warhol– la notoriedad que había buscado con poca codicia y menos imaginación. Se había abandonado a la presión que ejercían sobre su cara los primeros rayos de luz.
El llanto que ingresaba a través de la puerta entreabierta, desde el pasillo oscuro, tampoco perturbó su serenidad: el hombre agonizaba allí, en el sillón de su escritorio cuidadosamente desordenado, sin haber oído los pasos atolondrados de la mujer ni el estampido del golpe; sin haber sentido el ardor de la lámina acerada en la carne ni la perforación de un pulmón. En ese preciso instante, tenía los mismos gestos de conformidad que detectarían los médicos del Cuerpo Forense de la Policía Federal cuando realizaron la necropsia, cuarenta y ocho horas después.