La traición de un héroe menor
Debo confesarlo: hasta el decimosexto aniversario del fallecimiento de Marco, el escritor, docente y crítico cultural Marco Pinfloy, me sentía percudido por una resignación que teñía con caricaturas surrealistas mi modo de mirar el mundo. Esa resignación estaba emparentada con sucesivos desaciertos en mi trabajo como profesor de Literatura Medieval en un par de universidades públicas y con una frustración única, específica, intangible: la desaparición de los manuscritos de mi amigo Marco. La segunda muerte del holandés Marco Pinfloy.
Con el paso del tiempo los recuerdos tropiezan entre sí, a la manera de negativos fotográficos superpuestos, y se amparan en la falsedad o el conformismo. Pero aun así podía presentirlo: la partida de un amigo cercano nos provoca una tristeza irrefrenable, una tristeza que se adhiere a la piel y perturba hasta nuestros actos más placenteros, como acariciar la cabeza de un niño o hacer el amor con la mujer que amamos. En rigor, la muerte de cualquier ser querido, hasta la del perro que custodiaba nuestros paseos por un parque, genera algo peor que tristeza: genera una nostalgia que nos acompaña para siempre, o al menos por unos cuantos años si uno es lo suficientemente turro o lo suficientemente sabio como para olvidar. En cualquier caso, nos queda el consuelo de evocar con cariño a los que se fueron: ¡Qué se le va a hacer!, decimos y seguimos tambaleando hacia delante.
Admito que uno de los escritores preferidos de Marco Pinfloy, el fascista italiano Giovanni Papini, expuso mucho mejor que yo este concepto con apenas un aforismo de su libro El crepúsculo de los filósofos: “Quiero saberlo todo. Y siempre me encuentro como antes, triste como la vida y resignado como la sabiduría”.
Desde el fallecimiento de Marco, me veía de esa forma: resignado, triste, nostálgico y frustrado. El pasado resultaba, por consiguiente, un material distorsionado entre mis manos. Mis pensamientos (aquello que denominaba estúpidamente Mis Pensamientos; en realidad, un puñado desordenado de percepciones y conjeturas) operaban como una de esas antiguas cámaras oscuras que reproducen imágenes invertidas de los objetos que enfocan a través de un juego de espejos. Es decir, la luz de la razón penetraba en mí aunque desfiguraba sin remedio las ideas que elaboraba. Mis pensamientos no lograban, ni habían logrado en esos dieciséis años, partir de los acontecimientos habituales de la vida para descifrar sus leyes generales. Por el contrario, descubría los preceptos universales en lo raro, en lo particular, en lo sorpresivo.
Tal vez por culpa de Marco, de la educación filosófica y de las nociones artísticas que me había enseñado mi amigo holandés. O tal vez por otra de mis deformaciones surrealistas: el miedo a que se me escurriera el pasado. De hecho, el 16 de julio de 2002, cuando comenzaba a intuir que mi estado de melancolía cobraba algo de equilibrio y que el equilibrio me permitiría mirar hacia delante con optimismo y sepultar mi resignación bajo el reverdecimiento de mis tareas intelectuales (la recopilación más o menos sistemática de aquello que denominaba Mis Pensamientos), me convertí de pronto en un traidor.
¡Sí, en un miserable traidor!
¡Desde el momento en que acordé una cita con el comisario inspector Jorge Campa, supe que delataría a Marco Pinfloy! Por más vueltas que le diera al asunto, por más que me quemara los sesos fabricando una coartada inteligente para engañarme, traicionaría a mi amigo y a sus seres queridos con solo haber aceptado una charla, café de por medio, con el Jefe de la División Homicidios de la Policía Federal. Porque no era cuestión de distinguir entre lo que convenía o no convenía decir delante de Campa. Tampoco era cuestión de evitar los detalles comprometedores. Era cuestión, simple y llanamente, de traicionar o no al holandés.
Para que entiendan el dilema –una engañifa ridícula a la que me sometían las circunstancias– es necesario que aclare que Marco había sido apuñalado por su novia, Norma Miller, justo dieciséis años antes de que mi teléfono repiqueteara con el furor de las campanadas de la iglesia de Sacre Coeur y mi aló fuera correspondido por una presentación pomposa y desusada:
– Buenos días, profesor Lucio Bertrand, espero que se encuentre bien, soy el comisario Jorge Campa, Jefe de la División Homicidios de la PFA.
He aquí de nuevo, ponderé, la ley general en lo raro y en lo sorpresivo.
No repliqué de inmediato al saludo del comisario, cuyo apellido me era familiar. Más bien permanecí unos segundos en silencio, dos o tres apenas, impresionado por su manejo de las siglas (dijo PFA y no Policía Federal Argentina), y me sumergí en uno de mis razonamientos distorsionados: me pregunté, como cientos de veces ya me lo había preguntado, si el pasado era recuperable.
– No se asuste, profesor Bertrand –me interrumpió la voz aguardentosa desde el otro lado de la línea–, no lo llamo por un asunto oficial, lo llamo por una curiosidad profesional, casi personal le diría: una condena de homicidio agravado por el vínculo cuya investigación me dejó dudas.
– Marco… –susurré para que mi esposa y el comisario no me oyeran.
– Sí, el homicidio de Marco Pinfloy.
La imprudencia me volvía vulnerable y eso me enfadaba:
– La Justicia ya dictó sentencia, comisario. ¡Qué puedo aportarle yo! Encima hoy que es el aniversario…
– Lo llamé a propósito el día del aniversario. Los hombres tendemos a abrir nuestra memoria no bien nos ataca la nostalgia de los aniversarios. Y si le interesa, lo que usted puede aportarme son un par de detalles.
– ¿Detalles? ¡No le entiendo! –respondí con la voluntad manifiesta de cortar el diálogo o de llevarlo hacia una vía muerta. Si el pasado era irrecuperable, como Marco Pinfloy y yo suponíamos, ¿por qué este tipo se obstinaba en recobrarlo?
– Sí, detalles. Le aseguro que no hay segundas intenciones en mi pedido.
Vaticiné que estaba mintiéndome. Para mi belicosa imaginación, la voz del comisario Campa remitía a un ojo que observaba, registraba y no dejaba escapar nada de lo que lo rodeara, una especie de Gran Hermano.