La sublevación feminista de Mariquita Sánchez


 

A Delia Inés Dell Ungaro


En el año 411 antes de Cristo, el escritor ateniense Aristófanes conjeturó en la obra Lisístrata un mundo sin discriminación y sin machismo, un mundo al revés en el cual las mujeres –en aquel tiempo, esclavas de sus maridos o de sus padres– les ganaran una batalla a los hombres. La hazana era conseguida por medio de una huelga sexual declarada por la heroína Lisístrata y seguida por el resto de las ninfas griegas. Gracias a esta estrategia de piernas cerradas, atenienses y laconios alcanzaban la paz luego de una cruenta guerra civil. Eros, concluía el autor, era más fuerte que Marte… Al fin y al cabo, sólo una comedia que argumentaba a favor de la igualdad de géneros y en contra del belicismo.

Sin embargo, hubo un episodio en la historia argentina que no estuvo lejos de repetir la maniobra urdida por el personaje de Aristófanes para alterar las injusticias de los hombres: se trata de la condena a muerte de Clorinda Sarracán, en 1856.

Esta joven de 26 años y de «una belleza perturbadora», según testimonios de sus contemporáneos, no fue colgada en la Plaza Mayor, como había dispuesto un Tribunal de Justicia bonaerense, debido a una movilización inédita de mujeres que juntó 9.000 firmas (entre una población de 90.000 habitantes) y persuadió al gran jurista de la época, Dalmacio Vélez Sarsfield, de que interviniera en su defensa. De acuerdo con la excelente novela El crimen de Clorinda Sarracán, del narrador y periodista Álvaro Abós, la muchacha fue salvada de la horca a último momento por dos notables mujeres del siglo XIX, una viva y una muerta.

La viva se llamaba María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco y Trillo, viuda de Thompson, viuda de Medeville (para abreviar Mariquita Sánchez) y estaba a punto de cumplir 70 años. Una mujer de carácter o, más bien, de armas llevar, de acuerdo con los historiadores. El Loco Sarmiento, que la amaba y le temía por igual, llegó a afirmar que, «con la excepción de Mariquita», no había nadie que tuviera más cojones que él en el Río de la Plata… La muerta era un fantasma poderoso, el fantasma de Camila O´Gorman, que había sido fusilada ocho años antes junto a su amante, el cura español Ladislao Gutiérrez, cuando llevaba un hijo de ambos en el vientre.


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El esposo de Clorinda Sarracán, el entonces respetado pintor italiano Jacobo Fiorini, de 60 años, había sido asesinado de varios golpes en la cabeza y un balazo dentro de su chacra de Santos Lugares, el 9 de octubre de 1856. Apenas comenzó la investigación, la policía sospechó del capataz del campo, un tal Crispín González, a quien detuvo enseguida y apretó (recordemos: la tortura era un procedimiento habitual) a fin de lograr su confesión. Para sorpresa de los detectives, el encargado del campo no sólo aceptó la autoría del homicidio a sangre fría sino que reveló que era el amante de Clorinda, que el pintor conocía la relación amorosa entre ambos (¡Una pareja postmoderna!) y que ella había instigado el crimen para adueñarse de la pequeña hacienda.

El fiscal del caso no quiso averiguar más y se limitó a usar la confesión de González para escribir la acusación: el día del asesinato, tras haber visto a los acusados besarse en el porche de la casa, Fiorini se encerró de muy mal humor en el ático del segundo piso a trabajar. Horas más tarde, Clorinda Sarracán convenció a su marido de que bajara y conversaran acerca del romance con Crispín. Mientras lo hacían en el cuarto de estar, el capataz ingresó de repente con su hermano Remigio y golpeó varias veces al pintor con una maceta hasta dejarlo inconsciente. Para rematarlo, le disparó con un revólver. El cuerpo fue enterrado en el basural del fondo de la chacra.

En realidad, el hecho de sangre fue destapado por un grupo de amigos de Fiorini que aguardaba su visita el día posterior en la estación de trenes de Retiro. Al ver que no llegaba, dio el alerta a la policía por el temor de que hubiera sido asaltado en el camino, dada la proliferación de bandoleros en los caminos bonaerenses. Como no se habían reportado actos de violencia en el trayecto del ferrocarril, una comisión de la fuerza de seguridad montó a caballo y se dirigió hasta la hacienda del pintor. De esa manera, empezó a gestarse la causa judicial.


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El proceso contra Clorinda Sarracán fue lo que hoy denominaríamos un mamarracho jurídico. Cuenta Álvaro Abós en su libro que intervinieron abogados muy famosos, como Carlos Tejedor, a quien le tocó, como abogado de oficio del Estado, defender a la acusada. Lo ridículo del caso es que Tejedor estaba convencido de los beneficios de la aplicación de la pena de muerte, a tal punto que la incluyó en el Código Penal de 1886. No obstante, defendió con suma habilidad a la mujer y sembró dudas decisivas en la investigación que terminaron beneficiándola. En contraste, otro notable jurista que participó, Miguel Navarro Viola, quien rechazaba dogmáticamente la pena capital, fue el fiscal redactor de la sentencia. Una sentencia que ordenaba fusilar y colgar a la mujer y a su amante.

El Tribunal de Justicia celebró las audiencias públicas el 19 y el 21 de noviembre de de 1856, tras haber recibido el pedido de pena de muerte por parte de Navarro Viola. Durante los debates, Tejedor no cuestionó ninguno de los crímenes que se le imputaban a su defendida, pero dio un golpe de efecto que pareció concluyente: en su alegato, subrayó que Clorinda Sarracán no había conspirado «contra su marido», como decía la acusación, «sino contra su padre».

Resultó ser que Jacobo Fiorini había mantenido relaciones furtivas con la madre de la joven, producto de las cuales nació Clorinda. Tiempo después, cuando la joven era adolescente, el pintor la hizo su mujer por la fuerza (¡El medieval derecho de pernada!). Este dato, nunca acreditado con pruebas fehacientes, revolucionó a los miembros del jurado y sobre todo a las mujeres influyentes de Buenos Aires, que levantaron sus voces contra el machismo criollo. De asesina confesa, había pasado a ser una víctima de las circunstancias sociales imperantes.

De todos modos, el Tribunal de Justicia fue inflexible, dio por probado el homicidio con alevosía y premeditación, declaró a la joven «culpable» de planear junto a su amante el asesinato de su marido y, tal como reclamaba el fiscal Navarro Viola, ordenó la pena de muerte para ambos: serían fusilados el 4 de diciembre de 1856 contra el muro del Fuerte y luego colgados durante 12 horas en una horca instalada sobre la Plaza Mayor (ahora Plaza de Mayo) «para el escarmiento general». Remigio González fue apresado por tres años porque apenas ayudó a ocultar el cadáver del pintor.

Frente al ensañamiento, el abogado Carlos Tejedor –recordemos, un enamorado de la pena capital– sacó otra carta fuerte de su manga y pidió oficialmente un aplazamiento de la ejecución ya que «Clorinda Sarracán tenía síntomas de estar preñada de su sexto hijo». La demanda fue concedida de inmediato por los jueces: por algo los unitarios se creían humanistas. Ella sería asesinada una vez que diera a luz… Además, el pícaro defensor hizo llegar a la prensa la versión del embarazo y, como nadie se tomó el trabajo de confirmarlo, fue publicada por los diarios en grandes titulares. El dato no es menor, ya que uno de los cronistas más entusiastas fue El periodista que quería ser Presidente y que se llamaba Domingo Faustino Sarmiento.

A partir de entonces, entraron a tallar La mujer con más cojones en el Río de la Plata y el fantasma de una muerta venerada.


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La desgraciada vida de esclavitud sexual y penurias que había soportado hasta ahí Clorinda Sarracán, los cinco hijos que ya tenía a los 26 años y el bebé que venía en camino colocaron a la clase alta porteña delante del espejo amenazante de O´Gorman… Como se sabe, el fusilamiento de Camila fue uno de los episodios que más desprestigio le provocó entre la sociedad –inclusive entre muchos que lo idolatraban como a un dios– al omnipotente gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas. Encima, la ciudad había vislumbrado no hacía tanto el horroroso espectáculo de los fusilamientos de los mazorqueros Leandro Alén y Ciriaco Cuitiño, cuyos cadáveres quedaron colgados en la plaza.

Cuenta la leyenda que, la misma noche en que se difundió a través de los periódicos la gravidez de Clorinda, Mariquita Sánchez le aseguró a los amigos reunidos en su salón: «No podemos hacer lo mismo que El Tirano». De más está aclarar que se refería a «Don Juan Manuel», quien ordenó bajo la presión de la Iglesia católica fusilar a Camila y a Ladislao Gutiérrez.

La decana de feminismo argentino no vaciló en contactar a todos sus conocidos (la mitad de Buenos Aires por lo menos) para que rubricaran un pedido de clemencia que ella misma había redactado. Por supuesto, nadie se animó a contradecirla porque argumentaba que «salvarían a dos vidas: la de Sarracán y la del bebé». El ímpetu de Mariquita llegó hasta El periodista que quería ser Presidente y su fiel escudero, el legista cordobés Vélez Sarsfield, quien presentó a la Asamblea de Representantes de Buenos Aires un proyecto contra la pena de muerte, que incluía una conmutación de pena para Clorinda y Crispín.

Los diputados de Buenos Aires aprobaron el 28 de septiembre de 1857, durante una tumultuosa sesión que tuvo como precedentes rotundas diatribas y amenazas del Loco Sarmiento, el proyecto de ley del autor del Código Civil. El gobernador de Buenos Aires, Pastor Obligado, se vio obligado así a conmutar la pena y los fusilamientos fueron trocados por prisión perpetua. 

Fue tal vez la primera ocasión de la historia argentina en que la condición subordinada de las mujeres se rebeló contra la jurisprudencia masculina, sin importar la culpabilidad o no de Clorinda Sarracán: del embarazo que esgrimió Tejedor, nunca se volvió a hablar. Una vez que le dieron por cumplida la condena, a los diez años de cárcel, la mujer se llamó a silencio y nada se supo de ella. María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco y Trillo, viuda de Thompson y viuda de Medeville, cumplió su deseo. Sarmiento también: asumió como Presidente de la Nación el 12 de octubre de 1868. Entre las damas que lo aplaudieron desde el palco de honor, estuvo lógicamente su amiga Mariquita, quien once días más tarde murió a los 81 años… Casi una eternidad en aquella época. Y Vélez Sarsfield (o «el tío Vélez», como lo llamaba El Loco) no sólo fue ministro de ese gobierno, fue además un glorioso Fortín en Villa Luro.


En: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Historias de criminales.
© Editorial ConTexto, 2017
© José Luis Cutello, 2016