La ruta de los hospitales: el paraíso perdido

 La escritora argentina Gloria Peirano enhebra en esta novela un rico entramado de memorias y ausencias a través de una extraordinaria narración que habla de los paraísos perdidos de la infancia y las relaciones familiares.



Los seres humanos sabemos, aunque sea intuitivamente, que siempre existe un “paraíso perdido” en la memoria. Para algunos se corresponde con una etapa precisa: la del primer gran amor, la del conocimiento de la mujer o el hombre de su vida, la del nacimiento de los hijos. En otros casos –en muchos, me parece–, el paraíso perdido es la infancia, una época que se reconstruye idealizada y que no siempre es placentera. Menos placentera aún para quienes leen literatura o la escriben, y para los cultivadores del pensamiento crítico.

Quizá en la pérdida de uno de los tantos paraísos posibles se base la trama de la novela La ruta de los hospitales, de Gloria Peirano, calificada por un crítico como una “road movie suburbana”, aunque creemos que se trata menos de una línea de movilidad sobre un automóvil, que de un camino sinuoso que abarca todos los tiempos: el pasado, el presente y el futuro de una potente voz narradora, la de la madre, y de otra voz silenciosa que deconstruye el discurso y le da sentido, la de la hija.

La ruta de los hospitales cuenta un mundo cerrado entre dos mujeres (“reinas de la ruta espléndida”): una dietista que maneja su auto hasta la puerta de los hospitales donde trabaja, y una hija, la copiloto, que habla poco pero escucha con atención a lo largo de años de convivencia. Por eso, es la que está capacitada para seleccionar y reconstruir las secuencias de la historia.

La voz de la madre narradora, una segunda persona del singular que se sabe omnisciente, fabrica un relato que es presente, que hace historia (determina el pasado) y a la vez es oráculo (anticipa el futuro propio y el de su hija). Sin embargo, es además una voz a media voz que cuenta parcialmente (o, mejor, que es escuchada parcialmente): explicita lo idílico del trabajo y de la convivencia, pero apenas sugiere lo monstruoso, algunas veces detrás de un biombo real o metafórico.

Esa omnisciencia es engañosa (lo sabemos, la literatura es mentira, inclusive cuando se narra una historia autobiográfica como la de Peirano). Porque la hija, una hija siempre “referida” en distintas etapa de su vida, es la que al fin y al cabo le da sentido a la voz de la madre: la que recorta y ordena el relato: “En mi voz, en el relato, escuchás el núcleo duro, eso harás siempre, desde los diez años”, ya lo advierte la madre.

Esa madre sabe incluso que la niña marca los tiempos de la emoción narrativa: “La niña de ojos azules lastimaba así, y después no lloraba, sino que corría detrás, persiguiendo las consecuencias del acto, azorada por haberlo llevado a cabo, pero, al mismo tiempo, terriblemente dispuesta a sostener su presencia inquebrantable”. Una presencia “inquebrantable” que le da sentido a la voz narradora que actúa.

Más que contar la vida en conjunto de dos mujeres solas (madre e hija son huérfanas de padre: la primera desde los 22 años, la segunda desde los siete), La ruta de los hospitales relata una relación en espejo convexo que muestra las simetrías entre ambas, pero también las diferencias. Y la diferencia principal, me parece, es que la voz de la madre se vuelve tan potente que anticipa, incluso ante el silencio de la hija, lo que pasará después de su muerte: “Lastimarás así, con los ojos estáticos y profundos, a los hombres”.

Mientras se realzan esas diferencias (“final de pulseada”, al decir de la madre), el relato explica los contrastes: la madre es arrastrada por “el mundo de la acción” (de la actuación), mientras la hija queda detenida, muchas veces, “en las formas bellas y los silencios”: “En la metáfora, más que en la definición, encontrarás el clímax de la ilusión de vos misma. Esto, de alguna manera, no te dejará en paz nunca. La tensión hacia la belleza cierta, el triste engaño de creerte única al percibirla”.

En este sentido, la novela habla de varios paraísos perdidos: la niñez, las conversaciones compartidas con una madre que ya no está, pero también, como telón de fondo, el “paraíso perdido” de un gobierno protector que, allá por los años ’40 y ’50 del siglo pasado, sostenía la salud pública y el Estado de bienestar, dos añoranzas muy argentinas que nunca volvieron a repetirse. Por ejemplo, al compartir alimentos con un niño pobre, la madre explica el sentido de lo mejor de la época y la hija lo absorbe: “No es caridad, es peronismo”.

La ruta de los hospitales narra también otras ausencias, una de ellas fundamental porque da fundamento a la trama, la del padre de la niña: “No hablaré de tu padre. No te hablaré de él jamás. La orfandad será un tatuaje doble, por ausencia física y por ausencia de relatos”.

Un párrafo aparte merece la forma en que está narrada esta historia: un fraseo exquisito, una sintaxis que abruma por su perfección y una delicadeza en la elección de las palabras que perturba al lector, dado que no sólo desnuda un par de vidas (una literatura del yo, podría decirse, aunque como toda literatura del yo, ficcional), sino que también desnuda angustias y miedos que son universales. La ruta de los hospitales es una novela de emociona porque está escrita, parafraseando a la voz narradora, con una valentía de “modo épico”, es decir con “miedo en las entrañas”.

Y este complejo entramado de tiempos y espacios que desgrana dos vidas es, se puede leer también en la novela, una “compleja filigrana de emociones” que “quedara fijada, aleatoriamente, en un punto de delicadeza”. Una delicadeza que, como en las mejores novelas, se explica a sí misma: “Escucharás, otra vez, la convicción de la memoria. Dirás que, siempre, hasta mi muerte, fui una niña. La hija de esos padres, la hija de esos relatos en los que volvían invisibles las monstruosidades y solo permanecían las enumeraciones idílicas”.