El vampiro de la ventana


 

a Juan Basterra


Es sabido que a fines de los años ‘40, cuando se estrenó en la Argentina Drácula, con una soberbia actuación de Bela Lugosi en el papel principal, la película de Tod Browning y Karl Freund tuvo un éxito colosal entre la crítica especializada y el público. La gente saturó durante varias semanas los cines de Buenos Aires y de otras capitales provinciales con la novedosa puesta de Hollywood, que le otorgaba al Eterno Maldito un carisma y unas dotes de seductor que no tenía en Nosferatu, el excelente film del alemán Friedrich Wilhelm Murnau. Lo que pocos saben es que la historia ficcional de El Príncipe de las Tinieblas trajo consecuencias indeseables a una gran cantidad de personas, que sufrieron ataques de pánico y quedaron sobrecogidas con la promesa de inmortalidad del vampiro y con la ingesta de sangre humana.

Nos detendremos en uno de los casos más trágicos:

Mucho antes de que la inseguridad y el tratamiento espectacular que le dan ahora los medios de prensa nos volvieran paranoicos, al punto de enrejarnos como animales de zoológico, los habitantes de ciudades con gusto a pueblo acostumbraban a ventilar los ambientes de sus casas abriendo puertas y ventanas en dos puntos cardinales opuestos. El objetivo era que «circulara la fresca de la tardecita». En las barriadas más tranquilas, donde cada uno de los vecinos saludaba a cada uno de los vecinos, esa práctica se extendía inclusive a las noches bochornosas de verano.

Eso fue justamente lo que resolvió hacer la tucumana Rosa C una noche de marzo de 1953 para aplacar el calor que abrasaba la ciudad de Monteros. La temperatura máxima había superado después del mediodía los 42 grados centígrados, la humedad imposibilitaba caminar dos cuadras sin bañarse en sudor y el sol caldeaba los techos de las viviendas hasta hacer crujir las chapas.

A la hora de acostarse, Rosa C apagó el farol a kerosene, abrió los postigos del cuarto de estar y de su dormitorio, movió las cortinas para que corriera, por escasa que fuera, la brisa nocturna y se durmió plácidamente después de una jornada agotadora en la cosecha de frutillas, donde trabajaba de jornalera. Lo que no imaginó ella ni nadie en un pueblo tan hospitalario como Monteros es que Florencio Fernández, un muchacho de 18 años que había quedado impresionado con la historia de Drácula, la acechara durante una semana y manejara en detalle sus hábitos: se había asegurado, por ejemplo, de que vivía sola y dejaba las ventanas abiertas toda la noche.

Esa madrugada, el joven ingresó sigilosamente a la casa a través de la ventana del living, caminó descalzo hasta el dormitorio de la mujer de 38 años y, sin vacilar, la golpeó en la nuca con un atizador que había recogido de la cocina económica. No bien advirtió que ella estaba inconsciente, Florencio Fernández se entregó a sus instintos caníbales: la mordió en el cuello arrancándole un pedazo de carne y bebió su sangre al estilo estereotipado de había impuesto la película de Hollywood. Luego de saciarse, se lavó la cara y las manos en una palangana, y escapó por el mismo lugar que había llegado. 

Rosa murió desangrada como las víctimas de El Príncipe de la Tinieblas, pero no alcanzó la eternidad.


* * *


En un artículo de 1919, luego recogido en sus obras completas, el médico vienés Sigmund Freud define lo siniestro como «algo familiar que se torna súbitamente extraño». La figura doble de un conocido, que al mismo tiempo es un extraño, suele inquietarnos –no sólo en la vida, sino también en la literatura– porque se manifiesta como algo distinto a lo que estamos habituados. El llamado «Padre del Psicoanálisis» y su reformador estructuralista francés Jacques Lacan estudiaron lo siniestro en distintos casos de disfunciones mentales, como el desdoblamiento, y lo relacionaron con la esquizofrenia, una enfermedad que aun tratada representa serios límites para entender la realidad.

Eso fue exactamente lo que le ocurrió a Florencio Roque Fernández, un muchacho tucumano que asesinó a una docena de mujeres durante la década del ’50 y pasó a la historia criminal argentina como «El vampiro» o «El vampiro de la ventana»: perdió noción de la realidad, la confundió con una ficción cinematográfica.

Fernández había nacido en 1935 en un ambiente de pobreza extrema, en la periferia de Monteros, la ciudad con gusto a pueblo donde cometió sus homicidios. A raíz de una serie de disturbios y conductas extravagantes durante su niñez, un psiquiatra convocado por la escuela a la que asistía lo examinó y diagnosticó un tipo de esquizofrenia que, de haber sido medicada y tratada psicológicamente, no le hubiera acarreado problemas demasiado graves.

Sin embargo, la familia de Fernández tenía un origen muy humilde y vivía en la miseria, por lo cual no lo acompañó en el tratamiento y lo abandonó a su suerte: desde la adolescencia, abandonó la escuela, debió pedir limosna, rapiñar algún mendrugo en comercios o revolver los residuos domiciliarios para alimentarse… Era «el loco del pueblo», un caso típico de marginación social en muchas localidades pequeñas. Lo paradójico es que, en sus épocas de mendigo, una de las personas que más se ocupaba de acercarle comida y ropa vieja era, precisamente, Rosa C.

Con apenas 17 años, Florencio no sólo se convirtió en un ser vagabundo y solitario, sino que comenzó a sufrir alucinaciones. Según diagnosticaron los médicos legistas tras su detención, llegó a creerse en verdad un vampiro… La misma enfermedad, indicaron los peritos, le producía una irresistible atracción hacia la sangre humana. Ese cóctel explosivo de delirio, desatención social e indigencia lo empujó a cometer algunos de los crímenes más salvajes que se recuerden en la provincia de Tucumán.

Todo comenzó, como ya relatamos, en marzo de 1953, cuando aprovechó que en Monteros las ventanas quedaban abiertas durante las noches calurosas de verano e ingresó a la vivienda de Rosa C. Un mes más tarde, esa costumbre pueblerina favoreció sus deseos y se cobró a una segunda víctima, una anciana que también vivía sola. Esta vez, la Policía de Tucumán se vio sorprendida al encontrar en la escena del crimen un martillo y un palo de escoba con punta, dos elementos utilizados en el film de Bela Lugosi para matar a Drácula.

De la noche a la mañana, un pueblo tranquilo y seguro como Monteros se había convertido en un «infierno grande» y la leyenda de El vampiro fue propagada por la prensa en la provincia y enseguida en el resto del país. Una vecina de las dos mujeres asesinadas, presa del pánico y de sus propias fantasías, declaró ante la policía que el asesino era «un maniático sexual que pretendía violar a mujeres castas». Otras dos testimoniaron que el atacante ingresaba volando a las viviendas, por lo cual un diario lo bautizó El vampiro de la ventana.

A medida que se acumulaban en el juzgado criminal de Monteros los expedientes por «averiguación de muerte», los forenses se topaban con mujeres desangradas con profundos tarascones en sus gargantas. Los médicos certificaron en las causas que era «un trabajo rudimentario, a mordiscón limpio». En cambio, no había signos de violencia sexual ni de violación. Tampoco era necesario planear para entrar en aquellas casas bajas.


* * *


El vampiro se transformó de pronto en un rompecabezas para los investigadores porque tenía una capacidad asombrosa para borrar sus huellas en la noche. Un comisario especuló, incluso, con que el homicida debía de ser «un hombre de clase alta, instruido y terriblemente inteligente», ya que había burlado a la policía en más de una ocasión… Acaso lo dijo para justificar su impericia.

De esta forma, los casos de mujeres con dentelladas en el cuello se sucedieron uno tras otro, a veces con una regularidad de dos meses, a veces con descansos de casi un año: entre 1953 y 1960, al menos quince mujeres, de todas las edades y condiciones sociales, fueron degolladas a mordiscones por El vampiro de la ventana, que evidentemente mostraba una conducta misógina: nunca atacó a un hombre, ni siquiera a un anciano o un niño.

La mitología pueblerina impulsó por supuesto la ficcionalización de la tragedia. Algunos cronistas redactaron que el homicida bebía el plasma de las mujeres «hasta dejarlas resecas como pasas de uva». O que El resucitado, como también lo denominaban, lograba un «éxtasis sexual con sus libaciones». Claro que ninguna de esas afirmaciones, fabricadas al calor de una redacción periodística, pudo ser probada en los expedientes… Ni siquiera cuando fue reportado el caso de una mujer a la cual le habían diseccionado la arteria carótida, como hacía el Conde Drácula con sus víctimas, según la fábula escrita por el irlandés Bram Stoker en 1897.

Lo cierto fue que, a fines de 1959, al denunciarse el caso número 15 de El vampiro, brigadas conjuntas de la Policía Federal y la de Tucumán hicieron un mapeo de los lugares donde habían sido halladas las mujeres muertas y los investigadores quedaron estupefactos: la mayoría de las viviendas intrusadas por el drácula local estaba a un distancia similar de una cava abandonada en la periferia de Monteros. Uno de los Sherlock Holmes dedujo –o adivinó con suerte- que se enfrentaban a un asesino sedentario y focalizaron la búsqueda en los alrededores de la gruta.

El 14 de febrero de 1960, tres meses después de su último crimen, Florencio Fernández, entonces de 25 años, intentó su décimo sexto golpe, pero se descubrió acorralado por un operativo policial de pinzas. Mientras pretendía volver a su cueva, un suboficial lo divisó, lo siguió desde lejos y, al advertir el lugar de su escondite, avisó a sus compañeros.

El vampiro de la ventana fue aprehendido en un foso lindante a la cava, donde solía pasar las horas diurnas, porque sufría de fotofobia como el Conde Drácula. Los agentes encontraron signos de indigencia y hacinamiento que lo llevaban a defecar en el mismo lugar donde comía y dormía. Además supieron por qué no dejaba huellas: no usaba calzado… Fernández no opuso ninguna resistencia, salvo a la luz del sol. Parecía más bien aliviado de haber sido capturado.

Apenas fue sentado ante un tribunal, el juez penal ordenó que se le practicaran pericias físicas y psicológicas. Ahí manifestó un grado profundo de esquizofrenia y relató sus alucinaciones monstruosas. Lógicamente no hubo juicio: fue declarado inimputable y llevado de inmediato a un hospital psiquiátrico de San Miguel de Tucumán. Murió de causas naturales ocho años después, según se estima, porque tampoco hay registros de su defunción, como si se hubiera esfumado una noche entre las tinieblas.

El famoso Vampiro de la ventana fue, en realidad, un episodio de enfermedad mental no resuelto a tiempo. Y una consecuencia de la marginalidad ignominiosa a la que son sometidos muchos habitantes de la Argentina… Lo único positivo del caso de Florencio Roque Fernández fue que Hollywood no alcanzó a banalizar su tragedia con una película como Crepúsculo.


En: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Historias de criminales.
© Editorial ConTexto, 2017
© José Luis Cutello, 2016