C.6 – Conclusiones: el crítico, un sofista moderno



Algunas de las corrientes estéticas y literarias que hemos analizado –y cuyas prácticas suelen discordar entre sí– postulan que todos los juicios de valor acerca de lo que llamamos Arte o Literatura resultan igualmente legítimos porque la belleza, el goce o la emoción que nos embarga como observadores-lectores frente a un producto artístico no es una condición propia del objeto [1] sino una cualidad que les otorga la percepción humana. En este sentido, podemos seguir a Baruj Spinoza en que los objetos producen “efectos” en sus receptores y estos les adjudican determinadas propiedades de acuerdo con el placer o el displacer que experimentan ante ellos. O sea, nada sabemos del artefacto artístico en sí y le atribuimos nuestros propios criterios de gusto.

Immanuel Kant, en Crítica del Juicio, resume en una frase epigramática el concepto: “Toda sensación privada (frente a una obra de arte, aclaramos) no decide más que para el contemplador y su satisfacción”.

Notemos que la misma idea de objeto artístico se presta a polémicas teóricas, dado que sus características varían según las épocas y los hábitos culturales de cada sociedad. Por ejemplo, las disciplinas bisoñas como la fotografía y el cine debieron recorrer un largo camino para abandonar su estigma testimonial-informativo e ingresar en el campo de las Artes Visuales, que ahora ocupan. La poesía y la escultura, en cambio, se sostienen en un lugar preponderante dentro de ese territorio al menos desde el siglo VIII a. C. Apenas criterios que se modifican con el tiempo.

Las distintas corrientes mantienen discrepancias sustanciales al momento de delimitar y juzgar un producto artístico: ¿Qué es lo que se contempla como Arte o Literatura y cuál es la mejor técnica para hacerlo? [2], serían las dos preguntas básicas que se formulan los teóricos y los críticos artísticos o literarios en el comienzo de su tarea. Las respuestas son heterogéneas, pero tienen un denominador común: argumentan a favor del paradigma al que adscriben, desde el aristotelismo y los primeros ensayos de Filosofía del Lenguaje hasta Posestructuralismo y los Estudios Culturales o de Género. Sin embargo, no hay axiomas categóricos ni acuerdos más o menos duraderos entre ellos, por lo cual sus prácticas incluyen una pugna por el sentido y por la verdad dentro de un pequeño campo de batalla.

David Hume, en una búsqueda denodada por hallar las peculiaridades de un enjuiciador imparcial, admite que “los críticos pueden disputar (o pueden razonar, de acuerdo con diferentes traducciones) de una manera más especiosa que los cocineros” [3]. El aserto del filósofo escocés se justifica y tiene actualidad en el hecho de que la práctica crítica tiene muchas veces una tendencia a caer en logomaquias [4], discusiones estrictamente verbales que ponen el acento en las palabras (por caso, los innumerables neologismos de la Teoría literaria francesa) y en explicaciones de términos que se utilizan, aunque no en el objeto artístico en sí o en el fondo de la cuestión.

Ahora bien, ¿cuál es el fondo de la cuestión? Uno no tiene respuestas sino algunas intuiciones y una pregunta. 

La imagen de un combate de palabras nos lleva a pensar en la crítica y la filosofía estética como derivados modernos de la Retórica: el crítico-filósofo está más interesado en construir un discurso con el fin de lograr ciertos efectos en sus receptores –los mismos “efectos” que produce el objeto artístico, según Spinoza– que en demarcar el objeto artístico en sí. Este concepto de efectismo está íntimamente conectado con las instituciones que tienen el poder de definir qué es Arte y cómo debe ser contemplado: las escuelas de arte, las universidades, los críticos prestigiosos, las revistas y los suplementos culturales, etc. El territorio político e institucional apropiado para la disputa de ideas.

Desde esta perspectiva, vislumbramos la Crítica artístico-literaria –y parte de la Teoría– como una operación sofista [5], una práctica basada en la capacidad de persuasión sobre los otros. El crítico, al igual que los antiguos griegos, produce un efecto de verdad ligado con la eficacia de sus ideas y su elocuencia acerca de los objetos artísticos. Esta vinculación quedaría justificada a partir de dos postulados provisorios:

El primero es que “los sofistas actúan en el discurso de los otros, los trabajan y los aprovechan”, como bien señala la filósofa francesa Barbara Cassin [6]. Del mismo modo, la crítica resulta un discurso de segunda mano que refiere a un objeto artístico original y se vale de éste (un poema, una novela, una imagen) para su práctica. El segundo, que el conflicto es tan fructífero como el consenso para la crítica artístico-literaria, una herencia indudable de los filósofos helenistas.

Y, en nuestra opinión, la consecuencia de estos dos postulados sería: ¿Es la crítica artístico-literaria un género literario más? Creemos que sí.


. La crítica, un campo de batalla


La práctica crítica, como ya dijimos, tiene en numerosas ocasiones una tendencia a caer en logomaquias, en discusiones estrictamente verbales que ponen el acento en la palabra y en las explicaciones de las palabras que se utilizan, pero no en el objeto artístico en sí, no en el fondo del asunto. Este concepto, creemos, incluye una pugna por el sentido y por la verdad dentro de un campo de batalla. Aquellas que llamamos Artes –sobremanera las artes que parten de la palabra, como la Literatura o el Teatro– están inmersas casi siempre, muchas veces a pesar de sus hacedores, en un territorio político: es un sistema donde se discuten ideas, discursos y estilos (es decir, políticas); donde se fijan normas provisorias acerca de qué se debe y cómo se debe producir o contemplar los objetos artísticos. Inclusive, de cómo se debe leer. En resumen, donde se impone –o se intenta imponer– un criterio de gusto, lugar desde el cual hablan muchos críticos.

Ese pequeño campo de batalla está controlado habitualmente por un poder político-educativo que integran las academias, las universidades, los institutos artísticos, los premios oficiales, las editoriales con mayor peso en el mercado, los museos, las galerías y algunos suplementos y revistas culturales masivas. Todos ellos herederos de La Enciclopedia, patronatos artísticos, “tutores del buen decir”, afirmarían las antiguas profesoras de literatura de liceos. Sus autoridades actúan, por definición, a favor de la propagación y consolidación de una concepción y un discurso dominantes en el Arte y la Literatura a través de selecciones: ¿Qué se premia en los concursos?, ¿qué obras ingresan a la Academia o a los programas de estudio de las cátedras?, ¿qué libros se publican y difunden masivamente?, ¿qué películas y obras teatrales se distribuyen o ponen en escena en los circuitos más concurridos? Una lógica de mercado y de prestigio (muchas veces no coincide una con otra) que, sin embargo, tiene puntos de evasión y resistencia.

Las fugas, por nombrarlas de alguna forma, se han dado, al menos en los últimos dos siglos, mediante dispositivos de diversidad autodenominados vanguardiascircuitos alternativos o artes marginales. Si imaginamos una distribución geográfica del espacio artístico en una circunferencia, las vanguardias se colocarían cerca del perímetro, alejadas del punto central (el centro político-educativo). Y desde ese borde ejecutan sus propias tácticas de discusión [7].

La primera táctica es, por supuesto, diferenciarse de los objetos artísticos canonizados por el poder a través de una ruptura con los códigos ya empleados, sean estos lingüísticos, pictóricos o socioculturales. Por ejemplo, la sustitución del lenguaje figurativo [8] por un lenguaje no referencial que concretó el Dadaísmo. O la admisión de elementos de la cultura popular en la alta literatura, una operación pop-art.

La segunda táctica es –cuanto menos para las vanguardias clásicas– simultánea y concordante con la primera: escandalizar por medio de técnicas y temas novedosos. Por caso, la introducción del erotismo (Giovanni Boccaccio, Sede, Leopoldo von Sacher-Masoch, Oscar Wilde), de la psicología (el Surrealismo) o del ocio (la Generación Beat, otra vez Wilde) como valores literarios contraculturales. Valores que se proponen subvertir el clasicismo y la lógica capitalista de Producción = trabajo + consumo. Estos dos procedimientos podrían ser considerados como las fuerzas centrífugas en esa circunferencia imaginaria de la que hablábamos: separan el centro del margen.

En cambio, una tercera táctica de las artes marginales –la que demuestra mejor el carácter político y transitorio del sistema– se presenta como una fuerza antagónica y centrípeta: las vanguardias (y la crítica de vanguardia: pensemos el papel que le cupo a Walter Benjamin en concordancia con el surrealismo) desvalorizan las artes centrales como lo viejolo ya visto y pugnan, a la vez, por ocupar el lugar de éstas, por crear una nueva corriente y una nueva tradición. Un modelo exitoso sería el Realismo Socialista después de la asunción de Stalin en la Unión Soviética.

Una de las características más notables de las artes oficiales (y del mercado capitalista) es incorporar a su circuito aquello que les resulta hostil. Su flexibilidad ideológica –a diferencia de las vanguardias, que siempre se postulan como dogmatismo revolucionario– hace que las instituciones que ostentan el poder de decidir no se preocupen tanto por el tema de los objetos artísticos sino por el modo en que se ubican dentro del sistema. Esto tiene una explicación: hoy día, la rebeldía beat o el erotismo artístico son juegos de niños en comparación con la pornografía en Internet o la violencia machista. Desde este enfoque, los patronatos artísticos modifican sus métodos de defensa ante las oposiciones de vanguardia: a veces las ignoran por completo (lo que sucede con cientos de artistas y escritores), otras veces las absorben, como absorbieron al surrealismo hasta arrinconarlo en el museo.


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Entonces, ¿para qué sirven la Teoría y la Crítica literaria? No lo sabemos con exactitud, pero podríamos acompañar desde aquí –y acaso suscribir– algunas opiniones que ensayistas más estudioso y mejor preparados han arriesgado. La Teoría suministra un compendio de nociones, paradigmas y reglas, siempre inestables según las escuelas en boga, que puede ser utilizado para pensar la Literatura. Apenas eso: una tarea tan frugal (e inútil, especularán algunos) como la filosofía estética o la metafísica. Una manera de problematizar la Literatura desde un discurso no concluyente, siempre en suspenso.

La Crítica, en contraste, aparece como una praxis reflexiva que tiene como objetivos “poner al desnudo” los mecanismos de un texto y desmontar “la pretensión de verdad de cualquier discurso y de sí misma”, de acuerdo con Jorge Panesi. Tampoco deberíamos descartar la apreciación de Wittgenstein, quien conjetura en el discurso de la Crítica un “estilo de interpretación” que consiste en “producir otro signo” a partir de un signo que lo antecede: el texto. Un género literario Shanzhai que trabaja a partir de un original.

Como ya advertimos, definiciones efímerasprovisorias y contingentes.


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Notas

[1] - Aunque Walter Benjamin sostenía que «definir esteriliza», idea que suscribimos enfáticamente, se entiende aquí por objeto o artefacto artístico el resultado de toda práctica literaria, pictórica, fotográfica, cinematográfica, etc. que en determinada época y lugar sea considerado arte.

[2] - Se utiliza adrede el verbo contemplar (RAE: poner atención en algo material o espiritual, considerar, juzgar) porque es, quizá, el término que mejor representa el acto de receptar un objeto artístico, cualquier sea éste, e incluye leer u observar.

[3] - David Hume. En Sobre la norma del gusto y otros ensayos.

[4] - La raíz de logomaquia, que significa en griego antiguo altercado, está compuesta por logos (palabra, discurso) y makhomai (combate) o combate de palabras, un arte en el que descollaron los sofistas griegos.

[5] - Los Sofistas junto a Sócrates (acaso uno de ellos) cambiaron el objeto del discurrir filosófico y pasaron de la naturaleza (tema de los Presocráticos) a la reflexión sobre el hombre y la sociedad. Utilizaban como método una retórica de la persuasión.

[6] -  Entrevista en la Revista Ñ, Pag.10/11, junio de 2017.

[7] -  La idea, por supuesto, no es nueva: puede rastrearse en Walter Benjamin y en textos de Gilles Deleuze-Felix Guattari, entre otros autores.

[8] - Capacidad del lenguaje de expresar acontecimientos del mundo. Lenguaje referencial, si se quiere.



© José Luis Cutello, 2019
Imagen: Ludwig Wittgenstein