C.3 – Una teoría de la recepción del objeto artístico
Aunque parezca una disquisición iluminista, el debate sobre las diferentes perspectivas de análisis que presentan las escuelas realistas e idealistas mantiene de algún modo su vigencia hasta nuestros días en Estética y Teoría literaria. Lógicamente, con una modernización conceptual y nominal. ¿Qué es lo que estudian y cómo estudian esas disciplinas? Proponemos tres supuestos como respuesta: 1) ¿Un producto artístico en sí, es decir su materialidad y sus formas? 2) ¿Las sensaciones que absorbe un lector-observador frente a un objeto artístico? 3) ¿Las ideas que se generan en ese lector-observador hipotético a medida de lee-mira? La primera conjetura remite a la querella entre el Formalismo ruso y el Marxismo, en la década de 1920, y a los estructuralismos checo y francés. La segunda nos conduce a la Estética de la Recepción de Hans Robert Jauss. La tercera, a la Psicología, a la Hermenéutica de Hans-Georg Gadamer y a la Gramática generativa. Cada paradigma sostiene réplicas divergentes entre sí.
En el apartado precedente, nos preguntamos ¿por qué un objeto artístico, colocado en el mismo lugar y bajo las mismas condiciones, provoca sensaciones y juicios encontrados en cada lector-observador? Por caso, si hacemos una encuesta rápida acerca del libro Ulises de James Joyce entre lectores de niveles culturales similares, hallamos posiciones extremas: aquellos que lo encumbran como “una de las mejores novelas, si no la mejor, del siglo XX” y aquellos que admiten no haber pasado de las primeras 50 páginas, sea por aburrimiento, sea por su complejidad, sea por falta de entendimiento o por su extensión.
Un corriente de la Crítica literaria formula una respuesta factible a ese fenómeno: los textos que elegimos como objeto de estudio y los diagnósticos que practicamos a partir de ellos hablan más de nosotros que de los libros en sí. Este es un aserto que puede ser rastreado a lo largo de la obra ensayística del escritor Ricardo Piglia, quien concibe sus comentarios literarios como una forma de “autobiografía cultural” [1]. La tesis no es para nada descabellada, ni novedosa en la historia. Veamos:
El Criticismo kantiano ya había intentado contestar la cuestión con una proposición: los procesos del conocimiento y de la producción de juicios acerca de los objetos (artísticos o naturales) parten de una praxis bajo ciertas condiciones culturales, educativas y sociales prexistentes. Este contexto es el que nos llevan a preferir determinadas lecturas en detrimento de otras y determinados enfoques críticos en detrimento de otros. Lo que ahora llamaríamos una “política de lectura” siguiendo a Josefina Ludmer. Por ejemplo, no suelen leer de igual manera los investigadores académicos, los alumnos de la carrera Letras o de Escritura creativa y los periodistas culturales.
Pero es el filósofo Baruch Spinoza quien plantea –mucho antes que Immanuel Kant– que las impresiones sensoriales externas (examinar con el tacto un objeto, mirar un cuadro, leer un libro, etc.) dejan registros conscientes y sobre todo inconscientes en el lector-observador. Cuando esos registros son asimilados por la experiencia de cada uno, conforman además asociaciones sensibles y mentales que se disparan en cuanto un objeto artístico nos interesa por alguna circunstancia. Esas “huellas mnémicas”, como las denomina Spinoza, construyen a lo largo de los años la historia cultural de cada individuo. El orígen de la Crítica, podríamos arriesgar.
Mientras Kant toma la noción de Belleza como una práxis entre el sujeto que mira o lee y el objeto de estudio, Spinoza señala directamente que las cualidades que le atribuimos a un artefacto artístico provienen del lector-observador. En todo caso, si varios sujetos adoptan las mismas intuiciones acerca del mismo objeto eso habla de una relación socio-cultural entre los hombres más que de los libros, las esculturas o los cuadros en sí. Entonces, a la pregunta ¿cómo y qué estudian, específicamente, la estética y las teorías literarias?, Spinoza responde desde una concepción idealista: pone el acento no ya en el objeto a considerar como artístico sino en las ideas del productor y el receptor.
En su Ética [2], el filósofo luso-holandés afirma que la belleza –o la fealdad– no son cualidades del objeto, sino “un efecto en el sujeto que lo percibe”. En una carta de 1665, citada en numerosos artículos y libros, escribe: “No atribuyo a la naturaleza ni belleza ni fealdad, ni orden ni desorden, porque solo remitiéndonos a nuestra imaginación se puede decir que las cosas son bellas o feas, ordenadas o desordenadas”. Spinoza vislumbra ya en el siglo XVII que los hombres estiman “como excelentes aquellas cosas por las que son mejor afectados” y como malas o feas las cosas que “lo inducen al disgusto”.
Por eso el filósofo sostiene que los conceptos que usamos para calificar los objetos (artísticos o de la naturaleza, no hace distinciones) hablan más de nuestra imaginación que de las propiedades internas del objeto: “Si el movimiento que los nervios reciben de los objetos captados por los ojos conviene a la salud, los objetos por los que es causado se llaman bellos; y feos, en cambio, los que producen el movimiento contrario”, asegura.
En este sentido, es lapidario con las evaluaciones críticas: “Todo ello muestra suficientemente que cada cual juzga de las cosas según la disposición de su cerebro, o, más bien, toma por realidades las afecciones de su imaginación. Por ello, no es de admirar que hayan surgido entre los hombres tantas controversias como conocemos, y de ellas, por último, cierto escepticismo. Pues, aunque los cuerpos humanos concuerdan en muchas cosas, difieren, con todo, en muchas más, y por eso lo que a uno le parece bueno, parece malo a otro; lo que ordenado a uno, a otro confuso”.
Casi una descripción del estado actual de la Teoría y la Crítica literaria: de las controversias al escepticismo sobre su propio valor.
. Crítica: hablar de nosotros más que del objeto
Si continuamos los razonamientos de Spinoza, deducimos que las nociones que usamos para discurrir acerca de libros, pinturas o esculturas hablan menos de esos productos que de nuestras sensaciones y pensamientos, lo que no está mal aunque le quite rasgos de objetividad a las prácticas críticas y las convierta en discursos que están “más cerca de la lengua de su objeto” de análisis, como señala el crítico y profesor Jorge Panesi [3]. El ensayo se convierte así en otro modo ficcional, una ficción policial-paranoica donde el reseñista es un “detective de signos”, como reflexiona Piglia, autor de una “autobiografía cultural” de tres tomos que presenta enunciados críticos.
Lo que en el Criticismo kantiano se revela como una teoría del gusto, en Spinoza se transforma en una teoría de la percepción y, rudimentariamente, en una psicología: el pensador luso-holandés apunta que la crítica de un objeto artístico depende de los procesos mentales, las percepciones y el comportamiento humano, en relación con su medio ambiente físico y social. No hay un vínculo objetivo entre el libro o el cuadro y las calificaciones que podemos endilgarle: “El juicio de una cosa como obra de arte es externa y no dice nada de la cosa misma”.
Advertimos que bajo el programa spinoziano nadie lograría producir ningún juicio ni descripción crítica de los objetos artísticos sin caer en el solipsismo de su propio gusto o su particular personalidad. ¿Habrá que llamarse a silencio, como pide Kant?
En su Spinoza [4], Gilles Deleuze explica que, según el filósofo sefaradí, en la teoría de las afecciones, un cuerpo (o un objeto) afecta a otros y es afectados por ellos: “La doble lectura de Spinoza, lectura sistemática que persigue la idea de conjunto y la unidad de las partes, pero también la lectura afectiva que ignora el conjunto”. Algo que, nos parece, refuerza la idea del ensayo como una literatura sin ningún poder de objetividad ni de verdad, siquiera efímera.
En el Tratado Teológico-Político [5], Spinoza formula empero una solución, aunque sea parcial: “(Las artes) las cultivan con éxito quienes tiene un juicio libre y exento de prejuicios”. Además, propone para la producción y la crítica artístico-literaria la generación de un sistema de intermediación entre los objetos y los lectores-observadores a partir de las “nociones comunes” que son más o menos universales. A la sazón, se podrían iluminar sectores de una obra y, a partir de los sentidos que se le atribuyen al objeto, dar cuenta de los movimientos de arte o socializar esas “nociones” entre el público. En una frase, producir un contexto estético, siempre desde un “distanciamiento afectivo” respecto del producto para que el criterio sea desinteresado. Claro está, Spinoza pretende una Ética y una Educación.
Sin embargo, los gustos del crítico traducidos en razonamientos serán siempre propios, parciales y efímeros porque, según Spinoza, tomamos “las afecciones de la imaginación por las cosas mismas”. La experiencia estética sería algo más prolongado: la unión de muchas afecciones de la imaginación en un tejido social dado. Entonces, como conjetura Kant, la Crítica no sería otra cosa que una praxis continua.
__
Notas
[1] – Los diarios de Emilio Renzi, tres tomos: : Los años felices, Años de formación y
Un día en la vida. Anagrama. Buenos Aires, 2015, 2016, 2017.
[2] – Apéndice de la parte I de la Ética. Ethica ordine geometrico demonstrata, 1677.
[3] – Walter Benjamin y la deconstrucción. Revista Aguafuerte Nº 1, noviembre de 1992.
[4] – Spinoza: filosofía práctica. Cuadernos íntimos 122. Tusquets, 1984.
[5] – Tractatus theologicus politicus, 1670.
