C.2 – Fundamentos de la Crítica: impresiones sensibles y razonamientos
Mencionamos en el apartado precedente que la Teoría y la Crítica literaria son praxis reflexivas que trabajan con dos sistemas de valores: uno que es específico de la Literatura (género, contenido, estructura, significación, recepción, etc.) y otro extraliterario (lo social, lo psicológico, lo ideológico, lo institucional, etc.). Las corrientes que adhieren al modelo de la especificidad intentan utilizar un lenguaje inmanente, aplicar procedimientos propios y formular sus tesis generales a partir de enseñanzas que dejaron la Estética y la Filosofía del Lenguaje. Estamos tentados a afirmar que algunas de ellas son hijas de la Estética –tal como la concibieron los griegos desde la Poética [1] de Aristóteles– y hermanas de la Filosofía del Lenguaje, una escuela que inició John Locke en la sección III el Ensayo sobre el entendimiento humano. Estas dos disciplinas, hoy un poco en olvidadas, tienen como objetivo de estudio la belleza desde distintos enfoques y abordan el conocimiento de los productos artísticos con métodos más racionales que empíricos, lo que las distingue de la Lingüística, más volcada a la práctica.
Una de las perspectivas más difundidas en Estética, que aquí llamaremos a regañadientes Realismo [2], propone que la comprensión del Arte y de la Literatura se origina en el objeto de estudio. Lo preponderante aquí es cuán fielmente se observa el producto y cómo se describen sus formas y sus mecanismos, casi siempre con una lengua referencial y lo más cristalina posible. La descripción detallada de una clase social, un paisaje fielmente copiado en una pintura o la inserción de las costumbres de una época en la trama de una novela son ejemplos de esa idea, que muchas veces fue atacada por mecanicista.
Una segunda perspectiva, bautizada por los historiadores de la Filosofía como Idealismo, pone su acento no ya en el elemento artístico a considerar sino en las ideas del autor de ese producto y en las del receptor. Es decir, el objeto es presentado a partir de una elaboración conceptual de su autor y las disímiles percepciones de los lectores-observadores. Recordemos: G.W. Hegel propuso en su Estética que “conocer es crear el objeto de conocimiento”. No hace falta precisar que esta teoría deriva del cogito ergo sum cartesiano [3] y fue tachada de solipsista: un intento de engendrar una realidad independiente de la naturaleza. No obstante, algunos discípulos de René Descartes –entre ellos Baruch Spinoza– han hecho aportes teóricos tan importantes que, aun en la actualidad, son discutidos.
La tercera perspectiva fue desarrollada en el siglo XVIII por el filósofo Immanuel Kant, quien en su Crítica del Juicio [4] sostiene que la reseña artística o literaria no es otra cosa que un “juicio de gusto” y que en esa materia “es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada”. Sin embargo, el filósofo prusiano no se priva de confeccionar una tesis acerca del conocimiento de los objetos que incluye las obras de Arte y Literatura.
En contraste con los otros dos puntos de vista, el Criticismo kantiano asegura que la comprensión de un objeto artístico empieza en “una práctica”. El sujeto no crea el elemento, como en el Idealismo, ni se limita a copiar y describir modelos, como en el Realismo. En cambio, aborda un objeto dado –por caso, un paisaje o una idea–, lo contempla, lo analiza, lo incorpora a su memoria cultural y, si lo desea, construye un juicio de gusto al respecto. Ese juicio de gusto puede, finalmente, derivar en una conceptualización, sea una crítica, sea una teoría, sea una nueva producción pictórica o escrita (La paráfrasis y la parodia son dos bifurcaciones comunes en la Literatura y las Artes plásticas). De acuerdo con esta tesis, el objeto artístico está perfilado, en conjunto, por la producción de un hacedor y por la sensibilidad del receptor.
Para Kant, el conocimiento (incluido el artístico) se apoya en dos instancias necesarias: el objeto con el cual se forman las impresiones sensibles del sujeto y la estructura racional de ese observador-lector: su experiencia o memoria cultural [5]. El filósofo llamó “necesarias” a esta dos instancias porque, en su visión, los “pensamientos sin contenido son vacíos” y las “intuiciones sensible sin conceptos son ciegas”, un lúcido anticipo del concepto de signo lingüístico que formuló Ferdinand de Saussure a principios del siglo XX [6].
Podríamos especular entonces que el conocimiento de un objeto artístico comienza con las intuiciones de un observador-lector (que carga con su cultura y sus prejuicios), continúa con la formulación de conceptos y finaliza, tras un proceso intelectivo, con la construcción de ideas o reformulación de ideas anteriores: la manufactura de un artista sumada a la sensibilidad de un observador.
Los objetos artísticos generan determinadas sensaciones en sus observadores-lectores porque pertenecen, muchas veces, al campo de los patrones culturales que estos poseen previamente. Si uno visita a sabiendas el Museo de Orsay, en París, presupone que admirará una colección de pintura impresionista y tiene algunos conceptos básicos incorporados sobre el Impresionismo. Si, por el contrario, uno lee por primera vez poesía surrealista es posible que su estándar cultural sea perturbado por la novedad (de esto se tratan las vanguardias, de subvertir los modelos antecedentes). Es por eso que la experiencia cultural del lector-observador juega un rol importante en la concepción del juicio de gusto y, más aún, en la racionalización en un concepto crítico, según Kant.
. El legado de Kant
La estética kantiana desemboca en las teorías de la recepción del siglo XX y se ocupa justamente de las impresiones sensibles que provocan los artefactos artísticos en los seres humanos. En primer lugar, a partir de las intuiciones inmediatas que producen la forma y el contenido del objeto en el consumidor de arte (la emoción de lo bello y lo feo, para simplificar). Y en segundo lugar, de los conceptos que ese mismo receptor genera durante la observación-lectura y el análisis del artefacto artístico.
La suma de estas dos instancias amplía la experiencia y, por lo general, suscita juicios de valor en el observador-lector. Juicios, eso sí, particulares y contingentes. La prueba de estas dos cualidades (la particularidad y la contingencia) se encuentra en que cada observador tendrá sensaciones y juicios diferentes frente al mismo objeto. O que el mismo observador tendrá sensaciones y juicios diferentes –incluso opuestos entre sí– del mismo objeto con el paso del tiempo.
A la sazón, una de las preguntas que cabe hacerse es ¿por qué un artefacto artístico, colocado en el mismo lugar y bajo las mismas condiciones, provoca diferentes sensaciones y juicios en cada observador? Es necesario entender que esas impresiones que experimenta el lector-contemplador, de acuerdo con Kant, están ligadas no solo al producto sino también a causas intrínsecas de cada individuo, a saber: la memoria, el bagaje cultural y los procesos inconscientes. De ahí, las irreconciliables interpretaciones existentes acerca del mismo producto artístico.
Por ejemplo: ¿Por qué al narrador de A la recherche du temps perdu una magdalena a la hora del té le recuerda involuntariamente una época de su niñez? [7]. Si excluimos interpretaciones psicológicas acerca de Marcel Proust, no se sabe a ciencia cierta: se intuye como un disparador de la historia, una parte de su economía narrativa. Desde la visión de Kant, hay una respuesta factible: es porque la intuición generada durante la contemplación “es un arte oculto en lo profundo del alma humano, arte cuyo verdadero uso difícilmente arrancaremos nunca a la naturaleza para colocarlo ante nuestros ojos”, escribió el filósofo. El Criticismo intenta definir así que en el proceso de relación entre el objeto artístico y el lector-observador intervienen elementos de la sensibilidad y estructuras lógicas de razón que, en su mayoría, nos resultan insondables aun en el siglo XXI.
Una respuesta más acotada –y menos metafísica– sería que los progresos del conocimiento son una praxis que se da bajo ciertas condiciones culturales y sociales. Esas condiciones son las que permiten colocar como centro de estudio un determinado objeto artístico y no otros. E inclusive las que imponen los enfoques parciales del saber, los sentidos comunes a muchos lectores-observadores. Finalmente, desde esos enfoques parciales (millones de impresiones sensibles y juicios diferentes que los consumidores de Arte o Literatura elaboran frente al producto) la Crítica puede tomar valores recurrentes de gusto y producir una idea, una idea parcial, de duración efímera, siempre en suspenso.
En síntesis, los juicios que amplían nuestro conocimiento acerca de un objeto artístico dependen de: 1) la producción del producto, independientemente del observador y preexistente a él/ella; 2) la conformación cultural previa del lector-observador; y 3) la sensibilidad receptiva de este último. Por eso Kant propone que “el conocimiento es una praxis”, una práctica que construye un ámbito de la objetividad y desencadena juicios de valor. Crítica, la denominamos desde el siglo XIX.
La Crítica literaria o artística parece constituirse de esta manera en el extremo final de un desarrollo de asimilación y comprensión del producto. Una vez que se infiere qué y cómo conocer el objeto (¿Qué leer y cómo leer?), aparece una segunda necesidad en ciertos lectores-observadores: ¿Con qué reglas analizamos y juzgamos ese objeto? Y a partir de esta pregunta las respuestas son tantas –y tan disímiles– como las corrientes y las generaciones que se cuestionaron el problema y moldearon teorías estéticas.
El Criticismo kantiano –y el de sus continuadores, sean epigonales, sean cismáticos– deja una enseñanza fundamental para enfrentar un objeto artístico o literario y meditar criterios a partir de aquel: tanto el conocimiento (la gnoseología) como el juicio acerca de ese producto (la crítica) están marcados por una limitación: las nociones que se conciben no son una instancia dada y definitiva del saber, sino una instancia parcial y muchas veces efímera. Es decir un problema siempre en discusión, nunca saldado.
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