Maullidos en el balcón
a Jorge Neri, Lucho Alderete y Pablo Calvo, la banda…
Ella lo vio entrar de repente y prestó atención: contempló esa cara sonrojada por una turbación crónica mientras él sostenía la puerta vaivén con una mano, su tranco perezoso hasta una mesa desocupada, el gesto huraño o tímido, vaya uno a saber, sus cabellos castaño claros revueltos por el viento del puerto, el cuerpo espigado de casi dos metros y, sobre todo, el librito ajado que apoyó entre la azucarera y el servilletero. Aunque ya lo notábamos en su mirada, la primera impresión de la Misha fue más que favorable, según nos contó luego. Y a medida que nos contaba, sentíamos que su pecho batía como un redoblante de carnaval y que la parsimonia de tigresa, que la había distinguido desde la adolescencia, se desbordaba con la aparición de aquel flaco en el bar donde solíamos parar después de la oficina. Un after office de empleaduchos, putas y changarines de la terminal de trenes. El Gringo Thomas, siempre tan medido para buscar la paja en el ojo ajeno, arriesgó un pronóstico que al final no estuvo tan desacertado: “No, Pedro, me parece que no es la excitación habitual de Araceli. Of course, no es igual que con los clientes fijos que pagan la olla y el alquiler… Creo que hay otra cosa detrás”, me dijo a media voz.
Esa noche, antes que cada uno de nosotros encendiera su propio piloto automático –un trabajo nocturno insufrible, una familia ruidosa o, como en mi caso, la rutina de una casa vacía–, la Misha Araceli Sarmiento nos contó en la vereda del café que había empezado a menospreciar su vida entera apenas pudo concentrarse en los modales de aquel muchacho alto tan buen mozo. “Padre, desde mi lejano nazimiento hasta hoy, cuando me encuentro yirando por El Bajo y entro de cazualidad por un cafezito caliente”, dijo. No me atreví entonces a confesarle que frecuentaba a Lautaro Sandrelli desde que estudiábamos juntos en el colegio Scalabrini Ortiz: sospechaba que su perturbación, más que evidente a esa hora, podía estar relacionada con la maquinación de un proyecto delicado, por llamarlo de algún modo. Quizá la captura del flaco que la había sofocado en el Café Carioca y había desencadenado su delicioso ceceo.
Una vez que Araceli decidió poner en práctica su plan –hasta donde yo sabía, un plan inadecuado para su quehacer liberal–, emprendió el asedio sobre Lautaro con una torpeza y una perseverancia extraordinarias. Era enternecedor verla maniobrar sin un norte preciso: ni siquiera se había detenido a analizar las causas que inspiraban su cacería, nos contó otra tarde en el bar. Mucho menos las consecuencias que podrían ocasionarle sus acciones. “Padre, máz bien adivino en eze oráculo que me da la formazión gatuna que gran parte de mi futuro depende del éczito del proyecto”, dijo. Y contra todos nuestros presentimientos, no le fue nada mal al principio. Pese a la falta de método, pese a su empecinamiento en improvisar actuaciones algo ingenuas, condenadas de antemano al desengaño ante el retraimiento del Flaco Sandrelli. Como dedujo el Gringo Thomas, siempre tan propenso a las hipótesis sociales, “la crazy cabecita de la Misha adoptó sin vacilaciones una táctica border y, acto seguido, se mimetizó con los movimientos de un detective de novela policial”.
–¡Ja! Una variedad prostibularia de Philip Marlowe en minifaldas –dije.
–No seas prejuicioso, Gordo Pedro –me retó.
Para ser honesto, debo aclarar que los prolegómenos del programa de hostigamiento de la Misha fueron desprolijos… Bueno, lo de programa de hostigamiento es un decir, eran espontaneidades en realidad. Una nochecita en que la clientela había sido escasa o amarreta, ingresó al bar batiendo la puerta vaivén, se ubicó enfrente de su botín de guerra, como ella lo nombraba, y comenzó sorpresivamente una representación teatral: dio un medio salto mortal hacia atrás, cayó con las manos a la manera de un saltimbanqui y observó cabeza abajo, con una insistencia descarada, al flaco espigado que leía un libro. ¡Otro librito ajado! Desde esa posición incómoda, que Lautaro Sandrelli ignoró y que el resto de los parroquianos del Café Carioca consideró extravagante o lasciva –la minifalda se había deslizado hasta dejar al descubierto un calzón fucsia minúsculo–, Araceli contuvo su ansiedad, giró el cuello para alcanzar un radio de visión de más de 180 grados y con una voz impostada de femme fatale de los años ‘40 le preguntó a una compañera de parada, otra previsible tigra que estaba acodada en la barra: “Madre, ¿quién ez este potro?”.
Creo que nadie le contestó.
Ahora que lo recuerdo bien, el Flaco Sandrelli articuló una mueca de fastidio y suspendió su lectura mientras se desarrollaba aquel espectáculo que la Rusa Silvina, una de nuestras habitués, bautizó con un poco de malicia “Zopa, zopa”. El Gringo y yo suponíamos que esa mínima reacción de Lautaro respondía a que ella lo había distraído del único placer que le conocíamos, arrinconarse en un bar a leer novelitas compradas en la batea de ofertas de la terminal de trenes. La mirada de Araceli, su carita colorada de manzana lustrada, la exhibición de sus medias caladas y sus muslos gruesos, la ostentación de la tanga y el corpiño –también fucsia y dos números más chico que su talla– alteraron en definitiva al “muchacho alto tan buen mozo”: quince o veinte minutos después de su llegada, colocó un boleto de colectivo en la página veinte del libro, pagó la cuenta y huyó del Café Carioca y del radio de operaciones de la Misha. Todo un síntoma, pensé.
En esa oportunidad, no habían dado resultado ni la paciencia gatuna de Araceli Sarmiento, ni la rigurosidad de sus encantos carnales, que los tenía y de sobra, ni la implementación de algún que otro truco de fomentación del deseo, estratagemas que ella empleaba sin pudor. Y creímos –o más bien creí, porque el Gringo no me secundó en ésta– que ella había apurado demasiado el asedio y que en definitiva había perdido a su presa. Cuando lo sugerí en nuestra mesa, Thomas, siempre tan convincente para los vaticinios del amor, me retrucó: “No, Pedro, ya verás: es tal vez el último momento de aislamiento de tu ex compañero de colegio… I’m sure”.
Sin duda que el Gringo tuvo razón. Toda la razón del mundo.
A partir de la función inaugural de “Zopa, zopa” –un sobrenombre que destinábamos tanto a la obra teatral como a la actriz protagónica–, la sombra de Araceli acosó a Lautaro dondequiera que estuviese. Ella misma nos contó entre hipos y risas histéricas que cada vez que enrollaba la persiana del dormitorio, el Flaco Sandrelli se encontraba con su rostro radiante. Una exageración que por algún motivo nos sonaba verosímil. “Hasta me compré un catalejo de zegunda mano para espiarlo a distanzia, casi siempre desde la terraza de un edifizio vezino”, dijo. En contraste, él tenía una versión naif del asunto: sólo sospechaba que “una mujer muy pálida de vestidos colorinches” lo acechaba desde la copa de los árboles durante sus paseos solitarios por los parques y las calles favoritas, según mencionó como al pasar, sin darle mucha importancia, la tarde que se sentó a leer en nuestra mesa porque el Café Carioca estaba repleto. En verdad, lo invité yo con la intención de que soltara la lengua… No tuve mucho éxito, pero el Gringo, siempre tan penetrante para los diagnósticos psicológicos, concluyó que la persecución de la Misha era “definitely real” porque Lautaro no manifestaba ningún síntoma de paranoia. “Nada sabe, por ejemplo, de las incursiones encubiertas de Araceli Sarmiento a las oficinas del notary donde él se gana el sustento como copista”, dijo Thomas.
Hay que admitirlo, era a su estilo una mujer obstinada. Y en el colmo de esa obstinación, había confeccionado una técnica que desarreglaba con pequeños actos vandálicos los hábitos monásticos, por llamarlos de algún modo, de Lautaro. Aunque raramente cometiera groserías irreparables, el acoso alcanzó en un punto tanta intensidad que los nervios del Flaco Sandrelli colapsaron: no resistían que la Misha se deslizara dentro de su departamento por detrás de los espejos, por debajo de la puerta o por las cañerías del desagüe, como solía hacer. Tampoco resistían que sin ningún disimulo registrara con el catalejo y sus ojos –“Los proverbiales ojos verdeamarillos de Araceli Sarmiento”, al decir del Gringo– detalles de su bastante menos privada vida privada. Cualquier excusa, hasta la más infantil, le servía para acomodarse al lado de la silla donde él leía sus novelitas descuajeringadas. Cualquier oscilación gestual, aun la más ambigua e involuntaria, era tomada por ella como una autorización para acercarse y prestar atención a los soliloquios de Lautaro: aquellas trivialidades que sostenía a favor o en contra de sus autores preferidos, escritores de títulos extraños y portadores de apellidos alemanes, franceses o ingleses.
Otro punto importante que desnudaba la naturaleza del Flaco es que, a pesar de los avances desenfrenados de Araceli, no se rebelaba ni explotaba de bronca, como habían apostado la Rusa y el Gringo en una suerte de lotería casera que habíamos confeccionado en nuestra mesa: jamás la mandaba a la mierda, como seguro hubiese hecho yo, ni la maltrataba en cuanto se sentía acorralado; jamás la puteaba ni se refería a ella en términos agraviantes. “Un gentleman hecho y derecho”, bromeaba Thomas. A lo sumo se alejaba con su tranco indolente del lugar donde ella representaba su obra teatral, nos contaba la Misha. “Esos desplasamientos me dejan preparar bien el abordaje, Padre”, dijo sin pronunciar una sola zeta y tapándose un ojo con la palma de su mano a lo pirata. Insisto con esto: una voluntad de hierro, dos oídos preparados para la más mínima interrupción del silencio y una mirada clavada en su presa trazaban en borrador una emboscada a Lautaro Sandrelli.
Un par de meses después, el Flaco bajó la guardia, acaso por acostumbramiento o porque escondía un carácter indolente, vaya uno a saber, y la Misha se lanzó al asalto final. Al principio, se arrimaba con cautela y le efectuaba consultas predecibles que él ignoraba, según escuchábamos desde una mesa vecina. Ella controló todo lo que pudo su ansiedad y empezó una etapa de “contemplación volcánica”, como la denominó: se acodaba en el respaldo de la silla ocupada por Lautaro Sandrelli y lo admiraba embobada durante horas y horas. A veces, de puro aburrida nomás, desplegaba algunas de sus tretas. Los botones de su blusa se desabrochaban y liberaban una teta, la pollera experimentaba un corrimiento fortuito y descubría tangas minúsculas, sus manos diseñaban figuras de ballet en el aire, se perdían en el camino y terminaban por casualidad en la bragueta del Flaco. Como decretó el Gringo Thomas, siempre tan atento a los acontecimientos del Café Carioca, “Araceli Sarmiento hace lo que una dama no se atrevería a hacer”. Sin embargo, sus esfuerzos se desplomaban un poco en cuanto notaba que la mente de Lautaro proseguía en una nave interplanetaria, sin indicios de aterrizaje.
En el fondo, ella demostraba un actitud súper positiva: la cosecha de fracasos no la acobardaba, los experimentos fallidos le daban por el contrario nuevos bríos y creatividad. Thomas, siempre tan yanqui para hablar de libertades individuales, estimaba en nuestra mesa que la Misha “lucha con uñas y dientes por su derecho a dejar the street life”. La Rusa Silvina, que se había puesto del lado del Flaco, retrucaba que “él lucha por su derecho a que lo dejen leer sin que le rompan las pelotas”. Gracias a ese temple a prueba de naufragios, Araceli Sarmiento se volcó a la utilización de las estratagemas milenarias que había aprendido de su abuela, una Tigra veterana: le hablaba a Lautaro de sus ojos color almendra mirándolo a los ojos –marrones de lo más ordinarios, por otra parte–, apelaba a una cebolla cruda para emocionar su cara, le contaba historias tristes con un tono de voz acaramelado y palabras conmovedoras… Desde nuestro ángulo de visión, el Flaco apenas sonreía y respondía con vaguedades sólo para no parecer descortés. El Gringo y yo suponíamos que proseguía sumergido en sus lecturas porque las ficciones de sus libritos ajados, adquiridos de a tres por veinte pesos en las bateas de ofertas, le resultaban mucho más interesantes que los relatos gatunos. Para ser honestos, creíamos que las escaramuzas que le planteaba Araceli no modificaban ni un milímetro –“Ni un ápice”, dijo Thomas– la actitud retraída de Lautaro.
Quizá lo juzgábamos mal.
El clima desfavorable que acompañaba los intentos de la Misha cambió de pronto una tarde, cuando ya acechaba a su presa con escasas esperanzas y menos imaginación. “Acecha a ciegas, a los tropezones, para decirlo en criollo”, había dicho con todas las letras la Rusa Silvina. Nunca supimos si al Flaco Sandrelli lo había trastornado la persistencia de Araceli Sarmiento o la apatía congénita que le habíamos diagnosticado. Tampoco logramos respondernos si los efectos intranquilizantes de las cebollas milenarias o algún que otro truco habían vulnerado su aparente intransigencia. O si el corpiño de broderie fucsia y las medias caladas habían quebrantado, a golpes de carne, su hasta entonces inquebrantable voluntad. Sí supimos de inmediato, como si un rayo del cielo nos hubiese iluminado, que pagaría caro el error.
Ese día, el de la mutación repentina de Lautaro, la Misha se arrimó a su mesa con una pregunta tonta y no fue rechazada “ni de palabra, ni de obra, ni de omisión”, informó sorprendido el Gringo, único testigo del momento. Muy por el contrario, el Flaco acuñó una frase cariñosa, le brindó una explicación detallada y le regaló una sonrisa. ¡Magia negra, vudú o brujería!, me dije mientras Thomas me comunicaba las noticias. Por supuesto, el milagro inició una cadena de milagros –y si no eran milagros, eran al menos sucesos inesperados–: esa noche, al despedirnos en la vereda del Café Carioca, él se ofreció a acompañarla hasta su pensión y Araceli, claro está, aceptó más feliz que perro con dos colas. ¡Bueh, en este caso gato con dos colas!
La Rusa Silvina me destinó una sonrisita ácida y cuchicheó en mi oído:
–Con el propósito de caminar unas cuadras y la frustración de no dirigirse a ninguna parte.
–No sé, no hago más pronósticos de lotería –dije.
Una semana después, Araceli Sarmiento atravesó a los saltitos la puerta vaivén del bar, besó en la mejilla derecha al Flaco Sandrelli, se instaló sin pedir permiso en su mesa, le tomó la mano que no sostenía un librito descuajeringado y a ninguno de nosotros se le ocurrió maliciar una invasión o una pieza teatral. Más bien sospechábamos en silencio que el cuerpo vaporoso de la Misha se había adherido, por decirlo de algún modo, al cuerpo espigado de Lautaro y revolucionaba con sutilezas las inclinaciones misántropas de mi ex compañerito de colegio: ya no objetaba que ella se sumara a sus paseos nocturnos por los parques y las calles de la ciudad, ni se fastidiaba si ella lo citaba en una playita vecina al puerto. La propia Araceli nos contó la tarde siguiente que había aguardado al Flaco con una botella de vino barato y dos vasos de plástico, y que habían espantado la resaca durmiendo abrazados… “Cero glamour”, la interrumpieron los celos de Silvina.
Poco a poco, las rutinas del copista notarial se vieron envueltas por las mañas gatunas: comenzó a resignarse a que ella se filtrara en su departamento por debajo de la puerta o por detrás de las canillas del bidé. También se resignó a que, sin previo aviso, durmiera en un hueco de su cama y que le robara un borde de la frazada a fin de evitar el resfriado, nos contaba con una sonrisa pícara Araceli Sarmiento. Lautaro, más distraído que nunca, ni siquiera advirtió en qué instante la Misha se adjudicó la parte derecha del ropero y la izquierda de la mesita de luz del dormitorio. “Pero la prueba de fuego, la auténtica prueba, Padre, fue cuando entré a los tumboz a las zeis de la madrugada, canzada, ojeroza y con olor a vino”, dijo. Esa mañana, el Flaco salía de la ducha para ir a cumplir su horario en la escribanía, la miró apesadumbrado y ella ensayó una respuesta:
–Ze me hizo tarde por el tráfico... No, mejor dicho, porque no conzeguía colectivo... Y el tazi está muy caro, ¿viste?
Lo peor de todo, lo que nos generaba indignación en la mesa del café, era que Lautaro Sandrelli fantaseara con la idea de que ellos dos habían formado una especie de familia. “Somos como una familia, ¿no?”, dijo de pasada. En ese período de confusión, por considerarlo de algún modo, él apuraba el paso en sus caminatas por las calles de la ciudad y regresaba al departamento con una flor o una novela de regalo para Araceli. “Muy amoroso…”, se mofó la Rusa Silvina cuando nos lo confesó sonrojado en el Café Carioca. Admito que nuestro desconcierto aumentaba a un ritmo exponencial, aunque nunca llegó a tal extremo como la tarde en que el Flaco nos dijo que la Misha usaba las novelitas románticas que le compraba para nivelar una silla chueca o para encender la parrilla que había en el patio común del edificio.
–¡My god, y no la ahorcaste! – se irritó Thomas, quien había empezado a perder su compostura british.
–¡La cuestión es otra!: ¿Ella dejó su pensión y se instaló en tu departamento? – se irritó la Rusa Silvina.
Lautaro no contestó.
El Gringo y yo teorizábamos, a la manera de dos detectives de novela berreta, que Araceli Sarmiento lo había engualichado con yuyos, o que le había hecho un trabajito de magia negra con una bruja, o que lo había empaquetado con un nailon impermeable que lo apartaba del mundo… De su mundo anterior, quiero decir, porque del mundo en general ya estaba bastante apartado. “Sí, sí –nos dábamos manija el uno al otro–, el ronroneo de la Misha actúa como una carpa invisible dentro de la cual no hace frío ni calor, no se necesitan libros ni comida, ni papeles donde garabatear un poemita prescindible como los que garabatea Lautaro”. Este panorama que trazábamos a la distancia, desde una mesa vecina del bar, nos conducía a especular en una derrota. Una derrota sin atenuantes del Flaco.
Volvimos a juzgarlo mal.
A fuerza de trastabillar y levantarse en reiteradas oportunidades, Araceli Sarmiento iba ganando su guerra declarada con métodos no convencionales, se decía impresionado el Gringo Thomas. ¡Qué loca, encadenó a una pieza de caza mayor!, pensaba asombrada la Rusa Silvina, quien en mi opinión estaba un poco metejoneada con Lautaro. Definitivamente lo amarró, imaginaban los habitués de la mesa, incluso nuestro mozo, el rengo Valentín. Entonces elogiábamos sin medias tintas la fortaleza espiritual de la Misha y conteníamos, como se contiene una risa en un velorio, miradas de perdonavidas hacia el Flaco Sandrelli: ante nuestros ojos de expertos en vida social –o de boludos entrometidos nomás–, el oso gigante que hibernaba se había convertido al despertar en un cobayo encerrado en una jaula con rueda de trote. A pesar de seguirles la corriente, yo desconfiaba del exceso de confianza que exhibía ella y conjeturaba que esos gestos extraños que le descubríamos –una mueca canchera, un tono de voz imperativo, cierto menosprecio– se emparentaban con la soberbia y podrían hacerle cometer algún desliz. ¿Habrá ganado la guerra o sólo una batalla?, me preguntaba a la luz de una nueva lectura y contagiaba mi inseguridad a los demás.
Por una vez en mi vida, acerté un pleno en la lotería.
A la Misha no le alcanzaba con monopolizar la agenda de Lautaro, ni con modificarle sus conductas más arraigadas; no le bastaba con acaparar las insignificancias que él había acumulado en sus años de soledad, ni con entorpecer sus caminatas incansables por los parques y las calles preferidas. No, quería avanzar aún más, según nos contaba cuando el Flaco Sandrelli se ausentaba del Café Carioca por razones de trabajo o porque decidía hacer arreglos en el departamento que ahora compartían. El empeño y la paciencia que había puesto para apropiarse de la mejor parte del ropero y del sector más confortable de la cama –algo que consiguió relativamente rápido– la encegueció. Cometió lo que yo calificaría un error de cálculo: creyó que había conquistado para la eternidad a ese cuerpo dócil y perezoso, creyó que en cierta forma se había vuelto invulnerable.
–¡Loquito, pa’ qué queréz estoz libroz manozeadoz! Si me tenéz a mí para manozear... ¡Mi príncipe conzorte, pa’ qué queréz venir al Carioca, este bar piojozo del Bajo! Yo te preparo un cafezito instantáneo en cazita –se animó a reprocharle delante de la barra una tarde que Lautaro entró por un capuchino con tres novelitas bajo el brazo.
Hasta donde yo sé, Araceli Sarmiento se hundió solita en sus fantasías de dominatriz. Quizá por eso sus estrategias comenzaron a ser previsibles: ya no entraba al departamento por debajo de la puerta o por detrás de los espejos; abría la puerta con su llave e irrumpía lo más campante. Ya no se conformaba con acurrucarse, como en los viejos tiempos, en un hueco del colchón; extendía su cuerpo cuan ancho era. Hasta tuvo el coraje, una noche de celos, de increpar al Flaco por haberse demorado en un paseo por La Boca: “¡No me convenze, loquito, que andéz yirando por ahí, como un podrido vagabundo! ¿Queda claro, no?”, le dijo delante de la barra.
Desde nuestra mesa del Café Carioca, asistimos sorprendidos al nacimiento, al desarrollo y a la agonía del cariño que el Flaco Sandrelli le tenía a la Misha, un cariño que aparentaba haber brotado al calor de las cualidades más insólitas de la felina: los sobresaltos que le propinaba durante su plan de combate, el ronroneo gratuito, la persecución digna de una comedia del cine mudo. El Gringo Thomas, siempre tan perplejo frente a los fracasos de pareja, diagnosticó: “My God, están coma cuatro”. La Rusa adoptó en cambio una actitud circunspecta porque la situación la desesperaba… Es que Araceli pretendía mantenerlo a su lado con puestas en escena de amor descontrolado y al mismo tiempo embustero. Y Lautaro recibía esa andanada de sentimientos contradictorios con suspiros apesadumbrados, “suspiros que parecen recubrirlo de amianto para tolerar las ventiscas del infierno”, dijo Silvina con justicia poética.
Una mañana me lo crucé de casualidad en la esquina de la escribanía y le pregunté el motivo de tanta tristeza en la cara. Me dijo que gracias a esas exhalaciones amargas lograba entender que la magia que lo había juntado con Araceli se eclipsaba, que la relación entre ellos marchaba hacia el abismo y que sólo su apego a la rutina postergaba una determinación. Primero tomé conciencia de que había usado la palabra magia, después sentí un gran alivio y por último le respondí:
–Contá conmigo para lo que sea. Si necesitás, tengo una cama libre en la casita que me dejaron mis viejos en Liniers.
El Flaco no contesto, pero me echó una mirada agradecida y sonrió.
–¿Por qué sos así?
–Así cómo…
–Indiferente… No sé si perezoso.
–Ah… Es una larga historia que algún día a lo mejor te cuente.
A los dos o tres días de esa coincidencia, Araceli Sarmiento pasó por el Café Carioca y nos contó –demasiado orgullosa de su triunfo, en mi opinión– que los atardeceres de caminatas en compañía de Lautaro eran una postal olvidada, que casi no salían de su departamento. También nos contó que las vigilias amatorias habían culminado un par de veces en escándalos. “Padre, lo tengo que poner en caja, nezezita que lo contenga como una madre, ¿vizte? Ez un nene”, dijo. Si bien estábamos decepcionados con el Flaco, el Gringo Thomas y yo pronosticábamos que sus antiguas fobias reverdecerían en cualquier momento y, ahí sí, registraría la notable transformación que había sufrido.
Silvina se las arregló para encontrárselo a solas en la escribanía y él le admitió que su vida se venía marchitando desde que la Misha había dejado de amenizar sus paseos por las callejuelas pegadas al río o por los barrios viejos, según contó nuestra habitué. “Te digo con desilusión, Gordo querido, que los vínculos entre ellos están cimentados en las hipocresías del amor, en los deseos imposibles, en el encono de lo que no se dijeron o de lo que se han ocultado, me doy cuenta ahora. ¡Ni leer tranquilo lo deja!”, dijo. En verdad me costaba comprender, acaso porque suponía que Lautaro mantenía una disputa mental consigo mismo más que con la Misha. O acaso porque la Rusa tenía la costumbre de poetizar hasta los hechos más desagradables.
Pero al final lo comprendí. Claro que mucho después de la siguiente tormenta que desató Araceli Sarmiento, una madrugada de sábado con escasa clientela. El Flaco jamás quiso relatarme qué pasó exactamente, jamás me reveló cuál fue la agresión verbal que lo despertó del sueño o la acción descomedida que lo puso en movimiento. Apenas me confesó en voz baja, con medias palabras, que al despuntar ese día –“Ya había sonado la sirena del puerto”, dijo– observó con mucha pena a Araceli, que dormía estirada en la mitad del camastro, y se preparó: apoyó una valija de cuero raído sobre la silla del dormitorio y acomodó los libritos que todavía no había leído, tres camisas, un par de zapatos nuevos, un pulóver en buen estado, la ropa interior, los elementos de aseo, el traje de la oficina y un jean extra. Al finalizar, dejó el sueldo de un mes sobre la mesita de luz y salió del departamento sin hacer ruido.
Caminó sin rumbo, caminó angustiado, caminó hasta que las piernas le dolieron justo en la puerta de la inmobiliaria que le había alquilado el departamento. Ahí pagó los dos meses que faltaban para que se venciera el contrato y avisó que no renovaría. Luego de un apretón de manos con el martillero, prosiguió hasta la terminal de trenes. En el bar de la estación, se sentó a madurar sus ideas mientras bebía media docena de cafés y fumaba media docena de cigarrillos. Cerca del mediodía, compró un boleto hacia un barrio periférico de la ciudad y enfiló hacia la librería: eligió tres libritos de oferta y dejó veinte pesos en la mano del vendedor antes de subir a un vagón de segunda clase.
El resto me lo explicó al llegar a mi casa de Liniers arrastrando su valija, me lo explicó varias veces, con dudas, con muchos puntos suspensivos, como si fuera un cuento de ciencia ficción o una pesadilla... A la Rusa y al Gringo, que son de fierro, les dije la verdad. A los otros muchachos del Café Carioca, se los resumí de esta manera: cuando arrancó el tren, Lautaro abrió una novela que conservaba las tapas en buen estado y se apasionó enseguida con el argumento. “Es un policial de Hammett”, aclaró el Flaco. Se entusiasmó tanto tanto con las primeras páginas de El halcón maltés que, al pasar por el edificio que había abandonado esa mañana, no advirtió que el ventanal de su departamento había sido destrozado, ni que un gato ensangrentado maullaba desesperadamente sobre la baranda del balcón.
De la Misha Araceli Sarmiento no supimos más nada.
© José Luis Cutello, 1990
