C. 1 – La Teoría y la Crítica literaria, un discurso en suspenso



Una hipótesis que atraviesa la Teoría y la Crítica literaria sostiene que esas dos disciplinas –condenadas a marchar juntas y cuestionadas por muchos escritores y los propios críticos– se caracterizan por un “No saber”: por dudar, sospechar e intentar alcanzar paulatinamente un poco más de comprensión frente a los textos. El entrecomillado pertenece al filósofo francés Jacques Derrida. Para explicarlo en palabras de un ensayista y profesor de Literatura argentino, se especializan en “fracturar lo dado mediante preguntas y no aceptar las comodidades de las respuestas”. Estas dos aserciones podrían llevarnos [1] a indagar, desde un enfoque proficiente y un poco malicioso, ¿para qué sirven la Teoría y la Crítica?

La incógnita no carece de fundamentos. Entendemos –o más bien conjeturamos– que la Literatura es un artificio, un sistema de producción verbal que se caracteriza por ser irreal respecto de la naturaleza e inexistente respecto de la vida. Este axioma, bastante difundido en el mundo académico, estimula al teórico e historiador literario británico Terry Eagleton a ponderar que si la Literatura es “una ilusión”, como se deduce de la definición anterior, la Teoría literaria “también es una ilusión”. En todo caso, agrega, “no pasa de ser una rama de las ideologías sociales, carente en absoluto de unidad y de identidad”.

Con este juicio categórico, Eagleton quiere subrayar que desde el punto de vista metodológico la Teoría Literaria es un “No tema”. Uno añadiría que es un “No tema” que se dedica a la reflexión sobre la Literatura (“una ilusión”) y sobre la Crítica literaria (un ensayo acerca de “una ilusión”). Aparentaría ser algo muerto, por más que se haya inaugurado como disciplina hace poco más de cien años, si le damos crédito al puntapié inicial del lingüista Ferdinand de Saussure o al del Formalismo ruso. Entonces, ¿qué sentido tendría dedicarse a conocimientos que no existen o que existen pero no sirve para nada?

Pues bien, intentemos debatir esta pregunta.

Eagleton está en lo cierto cuando afirma que no hay “unidad metodológica” en la Teoría, ya que cada una de las teorías analizadas en las facultades de Letras se basan en paradigmas diferentes y, a veces, contradictorios entre sí (Lingüística, Sociología, Psicoanálisis, Filosofía, Estética, etc.). Sin embargo, desde el punto de vista de su objeto particular de estudio las teorías tienen varias cosas en común: en principio, ese cuerpo textual heterogéneo al que solemos llamar Literatura; segundo, un idioma –o  dialecto, o jerga– específico para enseñar y reseñar su materia; tercero, todas ellas adoptan saberes de disciplinas ya consolidadas e invaden otras parcelas del campo discursivo como el teatro, el cine, la televisión, las políticas culturales, el feminismo o las artes plásticas. Con esta enumeración queremos mostrar que la Teoría y la Crítica dirigen su mirada a una producción que mayormente está escrita y que se relaciona con la lengua, la significación, la imagen, la especulación, la experiencia y la ética, tanto a nivel exclusivo (un libro o un corpus concreto) cuanto inclusivo (las prácticas y las instituciones culturales).

El intelectual británico modera luego su ninguneo y manifiesta que la Teoría literaria moderna “es parte de la historia ideológica de la época” porque se vincula a “conceptos muy hondos sobre la naturaleza, tanto de los individuos humanos como de las sociedades, los problemas de la sexualidad y el poder, las interpretaciones del pasado, lo puntos de vista sobre el presente y las esperanzas para el porvenir”. ¡Bien! Al menos sirve para pensar asuntos no resueltos de la producción discursiva, según Eagleton.

Veamos otras perspectivas.

La crítica y profesora Josefina Ludmer, una de las pocas personas que elaboró teorías literarias desde Argentina (recomiendo El género gauchesco. Un tratado sobre la patria), presenta una visión mucho más optimista que la de Terry Eagleton. Para ella, un libro “no es un texto sin reglas, sino un texto en el que algunas reglas se crean en el curso de la producción y otras se descubren durante la recepción”, con lo cual le otorga un lugar de suma importancia al lector-crítico, que sería algo así como “un detective de sentidos”, en palabras del escritor Ricardo Piglia. De todas maneras, Ludmer formula una advertencia acerca de uno de los peligros de la práctica detectivesca: insertar con fórceps un texto en los parámetros de determinada teoría. Ninguna teoría literaria o no literaria es aplicable (como el flan líquido en un molde) a un libro, sea del género que sea. Más bien se construye “un objeto teórico a medida que se lee” literatura, ratifica.

En otras palabras, no hay teorías instrumentales para hacer Crítica literaria porque los textos son inasibles. Hay, en contraste, una “utilización política de las teorías”, dice Ludmer.

Otro enfoque interesante es el del profesor y ensayista Jorge Panesi, quien aparenta justificar que la Teoría y la Crítica se sirvan de paradigmas disímiles o contradictorios en que así también lo hace la ficción: “El texto literario toma elementos de sistemas de sentidos sociales vigentes y los recombina”, lo que indicaría que la Literatura está urdida en parte con retazos de otros discursos. Un ejemplo claro vislumbramos en la novela, que suele fagocitar distintos tipos de enunciados (cartas, confesiones, informes técnicos, historia, etc.) y los adapta a su producción. La Crítica literaria se encargaría a la sazón de “poner al desnudo” esos mecanismos literarios y de desmontar “la pretensión de verdad de cualquier discurso y de sí misma”, señala Panesi.


. Polémica a la carta: el método del crítico


Los argumentos que esgrimen la Teoría y la Crítica literaria no están exentos de disputas internas. Una de las más sonadas se asemeja a la anécdota del huevo y la gallina: ¿Qué está primero, leer o escribir? Groucho Marx hace un chiste formidable al respecto: “Estuve tan ocupado en escribir la crítica que nunca pude sentarme a leer el libro”. Más allá de la broma, Jorge Luis Borges (como ensayista le debemos algunas teorías sobre la lectura) responde categóricamente a lo largo de toda su obra: sin dudas, leer. O más precisamente ¿qué leer y qué significado darle a lo que uno lee?, sería su propuesta.

Ludmer acompaña al autor de Ficciones en este aserto pues estima que “los modos de leer producen un tipo de escritura”, tras lo cual supone –con cierta persuasión de crítica literaria– que “los modos de leer puede provocar cambios en la literatura” de ficción. En sus clases de Teoría y Análisis literario en la UBA, repetía que “no hay lugar neutral” en esa tarea: “El ejercicio de poder de la literatura es leer de una manera y no de otra”.

Por el contrario, Piglia –al fin y al cabo tan escritor de ficción como crítico– se coloca en la vereda opuesta y afirma que “la escritura cambia el modo de leer”. Para el autor de Crítica y Ficción, los sentidos “dependen de la lectura”, ya que leer es “tomar decisiones: cerrar un camino y abrir otro”. Esos sentidos pueden sin embargo quedar condicionados por la escritura. (La propia escritura, diríamos: la mayoría de los autores de ficción que escriben crítica examinan las estéticas de los demás desde su propia estética. O la escritura de aquellos que nos marcaron, como le sucede a Borges en su ensayo Kafka y sus precursores: a partir del autor de La Metamorfosis se lee de otra forma a quienes lo antecedieron).

Entonces, leer con atención los textos que integran su corpus, pensar en lo que se lee y escribir acerca de lo que se piensa –de ser posible sin pretensión de verdad y generando debates– serían los quehaceres básicos de un crítico literario. No obstante la simpleza de este programa, hay un inconveniente que perturba esa labor: desde la década de 1970 en adelante, se ha ido transformado la pertinencia –y la eficacia– del crítico en el sistema institucional del libro (editoriales, diarios y revistas culturales, facultades de Letras, papers académicos, etc.). Esencialmente porque se pusieron de moda las carreras de Escritura Creativa: la gente que antes estudiaba Letras y era formada en el discurso teórico-crítico, ahora quiere ser autora o autor. Una broma amarga en el ambiente de las publicaciones argentinas dice: “ahora son más los escritores que los lectores, por eso casi no hay ventas”.

En esta transformación, colabora también el hecho de que los escritores vivan gracias a artículos de prensa o talleres literarios y ocupen el sitio del crítico, tanto frente a sus alumnos cuanto en los suplementos culturales de diarios o revistas. Por último –aunque no por ello menos importante– está la circunstancia de que los sellos editoriales pasaron a ser gobernados por expertos en márquetin y publicidad que hasta se dan el lujo de modificar el título o el final de una novela famosa.

En su libro La seducción de los relatos, Panesi analiza las mutaciones intrínsecas de la Crítica y evalúa que esa disciplina “se ha identificado” en este siglo con la literatura, por lo cual asume discursos más literarios que críticos. El caso más evidente al que apunta es el de Ricardo Piglia, quien “tiñe sus procedimientos de autobiografía”, asegura. En rigor, el propio autor de Los diarios de Emilio Renzi sostiene que la crítica (su producción cuanto menos) es asimilable a “una autobiografía cultural”.

Los ensayos literarios, menos rígidos que los papers de jerga académica, han variado en la misma dirección y constituyen un “espacio indecidible entre el discurso crítico y la autobiografía”, en palabras de Panesi. Como modelo, citaríamos Trance, de Alan Pauls, un exquisito libro de crítica que, además, formaría parte de lo que se conoce como “crónicas culturales” o “literaturas del yo”.


. Análisis de la razón crítica


Pese a que ser comentarista de Literatura aparezca en el siglo XXI como una labor dudosa o carente de sentido (exceptuando al Periodismo cultural, que tiene un fin de divulgación), percibimos que algunos de los fundamentos de la Teoría y la Crítica perduran inflexible desde la época de Saussure y los formalistas rusos: “Buscar es la divisa de los intelectuales, fracturar lo dado mediante preguntas y no aceptar las comodidades de las respuestas”. Una frase de Jorge Panesi que ya citamos en el primer párrafo de este apartado. Una razón que justificaría por sí misma esta perseverancia está dada en que el intercambio dialógico de teorías y críticas –que incluye apreciaciones disímiles y polémicas– “es peligroso porque suprime las jerarquías”, como asevera el teórico ruso Mijaíl Bajtín.

Desde el enfoque de ciertos escritores, una buena causa para borrar a los críticos del mapa de la Literatura.

La Teoría y la Crítica son conocimientos o praxis reflexivas que trabajan con dos sistemas de valores: los que son propios de la Literatura (la Literaturidad, como lo define el Formalismo ruso) y los extraliterarios (la sociedad, la psicología, la lingüística, las relaciones de poder, etc.). Este cóctel conduce a muchos escritores a objetar estas disciplinas, aun cuando las practiquen. Por ejemplo, Piglia escribe en Los diarios de Emilio Renzi que “la crítica literaria está atada a saberes externos (por eso envejece)” o la califica como un “saber sometido” a “la lingüística, el psicoanálisis, la sociología”. Esta es una noción que viene sosteniendo desde su ensayo Crítica y Ficción: “No hay un discurso específico de la crítica, hay diferentes aportes disciplinarios”.

No es el primer escritor que discute un supuesto saber crítico. En una carta a Louise Colet, Gustave Flaubert sostiene que “hay que dedicarse a la crítica como quien se dedica a la historia natural, sin ideas morales. No se trata de declarar algo sobre tal o cual forma, sino de exponer en qué consiste”. Por su parte, Immanuel Kant cree que la crítica no es otra cosa que un “juicio de gusto” y que “en el arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada”. Se basa en una nota al pie de la Ética, de Baruj Spinoza, para quien los conceptos que usamos en estética hablan más de nuestra imaginación que de una razón intrínseca del objeto.

Esa visión acerca de la crítica es ampliada más tarde por el poeta Paul Valéry, para quien la estética es un “error” pues “no hay producción que no sea esencialmente particular y no hay sensación que subsista a lo universal”. Es decir, Spinoza, Kant y Valéry especulan que hay un placer individual e incomunicable en el instante en que se lee un libro o se mira arte (el goce lacaniano, lo indecible barthesiano). De todos modos, el último tolera el trabajo crítico: “Lo que es indefinible, no es necesariamente negable”.

En su libro La arqueología del saber, Michel Foucault afirma que el quehacer crítico es “fragmentario e hipotético” ya que sus temáticas no están “cristalizadas en un sistema riguroso”. Se trata, a su criterio, de una mera opinión más que de un conocimiento. Desde otro ángulo, Ludwig Wittgenstein define la crítica como un estilo de interpretación que consiste en “producir otro signo” a partir de un signo que lo antecede, el texto.

Estas meditaciones, que contrastan entre sí, nos llevan a sospechar que la Teoría y la Crítica podrían ser estilos distintos del pensamiento, una manera de problematizar la Literatura desde un discurso no definitivo, siempre en suspenso, en vez de un “dominio marginal” como piensa Foucault o Eagleton. En sus Observaciones filosóficas, Wittgenstein abona esta percepción al manifestar que “todo intento de nombrar lo real está destinado al fracaso pero es ineludible intentarlo”. Al respecto, agrega que la representación artística “tiene un carácter insustituible, asistemático e indescriptible”, con lo cual quedan dos caminos: “el silencio (como pide Kant, notamos) o la intuición, porque el punto central del arte implicaría un contenido vivencial que escapa a toda explicación científica y filosófica”. La tarea de un crítico consistiría, de acuerdo con Wittgenstein, en hablar o escribir sobre un producto artístico “como forma de arremeter contra los límites que impone la jaula del lenguaje”.

Y desde un punto de vista más pragmático, apuntaríamos que los escritores que reprueban a los comentaristas-reseñistas (o a la Teoría y la Crítica, en general) nunca deberían olvidar que cuando una obra requiere de la labor crítica se erige institucionalmente como arte, aunque no lo sea.

__

Notas

[1] - El uso de la primera persona del plural inclusiva, un vicio de la Crítica y la Teoría, se debe a que el ensayo literario suele edificarse como un pensamiento colectivo a partir de ideas y textos que preceden al escritor. Lo que algunos pensadores llaman intertextualidad, paráfrasis o un mero plagio de ideas.

__

Glosario

. Artificio: algo sin naturalidad. En Literatura podría definirse como un procedimiento para simular una realidad textual. Es lo contrario de mímesis.

. Dialogismo / dialógico: El teórico Mijaíl Bajtín afirma que en el interior de la Literatura –principalmente en la novela– los discursos son polifónicos, dialogan entre sí y ninguno de ellos predomina sobre los demás. Por eso, los llama dialógicos: están dirigidos hacia el otro y esperan respuesta del otro. Sin embargo, si una voz domina sobre las otras e impone su hegemonía (el narrador omnisciente de la novela decimonónica), lo denomina monológico y, por ende, autoritario. En la novela “realista” abundan los ejemplos. El dialogismo puede ser intertextual –textos que dialogan con otros textos– o intratextual: el mismo texto contiene intercambios de enunciados que exhiben conflictos ideológicos (ver Polisemia).

. Literaturidad: lo específicamente literario que hay en un texto. Concepto acuñado por los formalistas rusos.

. Polisemia: fenómeno del lenguaje por el cual una palabra, una frase, un enunciado o un texto completo tienen varios significados, inclusive contradictorios entre sí (ver Dialogismo / dialógico)



© José Luis Cutello, 2019
Foto: Ricardo Piglia © El Periódico