La Trilogía del Agua: todo lo sólido se desvanece en el...


 

Diversas distopías escritas en Argentina durante el siglo XXI trabajan con dos grados conjeturales: las hipótesis imposibles, que por definición no se cumplen en lo que suponemos es la realidad pese a que nuestros deseos y sueños las conciban detalladamente en la ficción, y las hipótesis probables, que se encuentran a solo unos pasos de revelarse en el mundo que reconocemos como propio, si bien no son perceptibles para nuestros enfoques automatizados y binarios. En las primeras, reside uno de los fundamentos de la Ciencia Ficción y el Fantasy; las segundas, en cambio, están emparentadas con los terrores cotidianos: no hay trasbordos a planetas lejanos ni monstruos del inframundo, sino más bien un distanciamiento paulatino de lo que acordamos llamar nuestra normalidad, nuestra vida, nuestra familia. Un rasgo que las emparenta con las metatopías y las metacronías, que desarrollan conjeturas desde las tendencias actuales y anticipan una fase enrarecida del presente.

La Trilogía del Agua, que componen Pichonas, El Rey del agua y El ojo y la flor, de Claudia Aboaf, tiene una característica que la hace sumamente atractiva para el análisis: es inclasificable. De hecho, deberíamos incluirla en el término genérico de Alotopía y sosegar nuestro ánimo taxonómico. Pero insistiremos con fines didácticos: la segunda y la tercera novela podrían ser individualizadas como metatopías o distopíasEl ojo y la flor coquetea, a su vez, con lo postapocalíptico: se desarrolla después de un desastre natural. Pichonas, en tanto, está elaborada con una pátina de Literatura Fantástica por delante de sus causalidades verosímiles. Es que la catalogación resulta insuficiente para hablar de la imaginación de esta escritora.

Esta alotopía híbrida, que cuenta la historia de las hermanas Andrea y Juana Blanco, combina reglas de géneros y subgéneros, elaborando un tiempo y un lugar otros, en base a una normalidad que se torna paulatinamente extraña, desde la primera hasta la última novela, aunque mantenga vínculos estrechos con la realidad argentina, por caso la recuperación de “trazas genéticas” de los desaparecidos en el Río de la Plata o la futura –y más que probable– Guerra Mundial por el agua.


. Hermanas a contraturno


Pichonas parece a simple vista una novela esquemática de contrastes. Por un lado, la hermana mayor (Andrea), hija de su padre profesor universitario de Letras (Sergio Blanco), de cuerpo grande, actitudes masculinas, valiente, diurna y distanciada de su madre, una actriz de teatro llamada Celia, que hace “alarde” del ocultamiento y se transforma para el mundo del espectáculo en Ciella (del italiano celare: encubrir). Por otro lado, la menor (Juana), hija de la madre, nocturna, miedosa, alejada de su padre y criada entre bambalinas de teatro y camarines. La política doméstica de la familia, virtual divorcio sin declaración, hace que las hermanas apenas se vean al acostarse o al despertarse mientras la otra duerme.

Desde allí –y hasta la última página de El ojo y la flor– hay un intento de reconstruir una relación fraterna que amanece fracturada. Es que el horror familiar está acompañado por el horror político de la década de 1970: el profesor Blanco es acosado por un sector “pesado” de aquellos años y finalmente muere “enfermo” en Misiones, según la versión de la familia, aunque queda latente la sospecha de la desaparición forzada. Como señala Alan Paul en Trance, “en todo lo que está escrito siempre hay algo no escrito, o bien porque no se lo quiere escribir, o bien porque no se puede escribirlo”.

Los personajes secundarios de Pichonas acompañan la misma matriz de disimulos: Jorge, marido “desconocido” de Andrea y dueño de una agencia de seguridad, se enorgullece en secreto de la violencia y es líder de los “manipuladores de apariencias” (un “grupo clandestino”, según la definición narrativa), desde su casa-quinta de “Maschwitz-Auschwitz”. Eduardo, casero casi enano de esa vivienda, se transforma en una especie de bufón del Rey de Maschwitz y, a la vez, tiene un pasado como actor: un tiempo perverso que redescubre Juana en medio de un asado. Dora, una mujer de limpieza y colaboradora de Jorge, tiene una “vida lisérgica” y se presta a la manipulación y a la violencia.

Durante la comida familiar –una escena medular de la Trilogía– Juana logra relatarle a su hermana el momento exacto en que comenzó el terror que la inunda, el “miedo paralizante”: la noche que Eduardo –entonces enano de teatro que trabajaba con su madre– penetró en el camarín mientras ella estaba sola. Una historia frenética que incluye marcas en el cuerpo y abusos que distancian a las hermanas. Lo siniestro está cerca de lo familiar. Pichonas es, en su trasfondo, una historia de la violencia nacional y la narración consigue –en esa “realidad embarullada” que cuenta Juana– fundar un clima aterrador a partir del lenguaje, que sabiamente está hecho de discordancias entre los gestos y las palabras.

Las palabras, se sabe, suelen engañar.


.“Me quedaré aquí abajo hasta que sea alguien distinto”


La cita de Lewis Carroll en el acápite encierra la continuidad de la narración de Pichonas en El Rey del agua, la segunda novela de la Trilogía. Juana se aleja de su hermana mayor y Andrea huye de su marido violento: se va a la isla de Tigre donde solía ocultarse Sergio Blanco (en este sentido, el profesor de letras se empareja en la Historia con Haroldo Conti y Rodolfo Walsh): sin embargo, “no hay donde ocultarse en la superficie del agua”, piensa en los últimos instantes de Pichonas.

Esta prosecución maniobra con hipótesis probables y sustentables: desde la comercialización industrial de agua por parte de un intendente inescrupuloso (“El rey del agua”) hasta la cuestión de la identidad, uno de los problemas mejor interpelados por la literatura en los últimos cien años, quizá desde que el señor Gregorio Samsa se convirtió en un “monstruoso insecto” [1]. En este caso, Andrea es una detective que está detrás de una pesquisa: la de su propia identidad y la del padre: “Éramos lo mismo, no hay padre, no hay hija”, reflexiona en su refugio. Ahí entenderá que Juana y ella descienden “de una falta”: son “hijas del Delta”.

El tema tiene en Argentina un costado pavoroso con las desapariciones de personas, las posteriores identificaciones de cuerpos y las indemnizaciones a los familiares: en El rey del agua, la identidad de las hermanas vacila entre un mundo acuático y un mundo virtual onírico: el descubrimiento de restos genéticos de Sergio Blanco en el agua sentencia un padre aniquilado y arrojado desde las Cataratas del Iguazú hasta desintegrarse en trazas transportables por el río Paraná hasta el Delta de Tigre.

De todos modos, hay que hacer una salvedad: hablamos de otro mundo (una Alotopía): lo que había sido el territorio nacional quedó desmembrado en una “Reforma Autonómica de Municipios”. Tigre está gobernado por Temple, de enormes similitudes con un protagonista político contemporáneo, “lechuguino y de ojos marrones”, con la voz “aflautada”, que decreta una Ley Seca que impide el libre comercio del agua e impone su uso medido. Además, para acrecentar su popularidad indemniza a los hijos de desaparecidos, incluso a los que fueron asesinados en otros lugares pero dejaron “trazas genéticas” en el Delta. El espanto se completa con una disposición original: donde todo es agua, se construyen cementerios acuáticos como “almadrabas”: no hay captura de surubíes o dorados, se cuelgan ataúdes. El lenguaje es aquí usado como “un intento de cercanía”, si bien choca continuamente contra la realidad política porque “en la tragedia no hay poesía”, sobre todo ante la “forma miserable de morir” del padre.

Este juego bajo el agua camina paralelamente al juego de la identidad –o de la sustitución de la identidad–. El asunto no solo atañe a Celia-Ciella: el Quale (alias) que identifica a Juana en la web profunda degenera desde el latín qualia, la simbolización de un vacío explicativo en nuestra percepción y en el sistema físico del cerebro. Por eso, la hermana menor “abandonaba el cuerpo en el sillón delante de las pantallas”, como un “ejercicio de huida” (un lamento metafísico), mientras la mayor se quejaba de que “muerden la costa…, me arrancan carne de la isla” (un lamento material). No obstante, las hermanas intentan cumplir con una teoría que deja sobre la mesa un personaje secundario: la transpropiación, que consiste en ligarse a sí mismo con el pensamiento, algo que Juana parece finalmente lograr. “Si bebía el agua de la muerte se inauguraba la repetición, la trampa de la existencia”. Ella lo sabe y por eso pierde su identidad en Internet: “nada entre los muertos disueltos en el agua”.

Otro punto a destacar en esta novela es el trabajo ucrónico: sus saltos al vacío desde una pretendida “realidad contemporánea” son hacia el futuro (en el trasfondo se adivina una idea de lo que podría ser la guerra del agua en 10 o 20 años cuando España ya será “un desierto”) y hacia el pasado (los ’70: los cuerpos arrojados al río). Incluso, elabora una parodia de la indemnización a los familiares (presente) que permiten las cuantiosas riquezas del Rey del agua, el dueño del municipio más rico del mundo.


.“La flor no existe sin el ojo que la mire”


Los relatos postapocalípticas se sitúan, como su nombre lo indica, cuando las sociedades están en plena reconstrucción o terminan de disolverse y emigran después de una catástrofe. En este sentido, exhiben una tensión entre el mundo perdido y la esperanza de un mundo mejor. Esa fisura -el antes y el después del desastre- las emparenta con las ucronías. La novela El ojo y la flor se desarrolla en un escenario en el cual ha abdicado el “rey del agua” y ha finalizado “la millonaria exportación del agua dulce del Delta" a los países donde empezaba a escasear.

La desindustrialización líquida forzada –y la consecuente falta de dragado– provocó que barreras de limo y basura detuvieran el agua, secaran el Delta de Tigre y también el Río de la Plata. Una catástrofe: “Debajo de la ciudad diurna, laboriosa, Tigre (como todas las ciudades) tiene una ciudad oculta. Una urbe de excrementos que esconde muertos, desaparecidos, objetos y fauna que la gente arroja al agua”, se lee al respecto. Este fenómeno natural incita el surgimiento de un nuevo municipio “rey del agua” en Nueva Ensenada, aunque controlado por la “Fuerza Naval”, con un concepto protofascista que permite vivir solo a los aptos y dejar morir o matar a los no adaptados: “No hay que se compasivo con la miseria”.

Paralelamente, se reconstruye la historia –o las historias– de Andrea y Juana, está última con una carga que la distingue: el “amasijo” de la violación culminó cuando debió salir “de su propio cuerpo” y alcanzó un estado en el que “no sabía el lenguaje”, se cuenta. Para la hermana mayor, en cambio, la narrativa es un proceso de comprensión del lenguaje desde un pasado de quiebres y gestualidades.

La narradora, que utiliza las palabras como un bisturí (instrumento quirúrgico que, dicho sea de paso, aparece en varias partes de la Trilogía), trabaja desde una premisa que lleva la novela hasta el final: la certeza de que Juana “podría ocultarse” de sus horribles recuerdos, pero “nunca de Andrea”, su hermana. Porque Juana se asume como una mujer vampirizada por hombres, aunque también sabe que el daño causado por una “familia desunida” puede ser recompuesto por Andrea: “Hermana, vos no sos solo la infancia”.

Así como crecieron, sin saber exactamente el motivo por el cual no compartían una vida en común, Andrea y Juana se van reconstruyendo sin la mirada de la otra. Para Andrea, Juana es una “idea impedida” más que un cuerpo. En contraste, no podemos saber hasta la última escena qué es Andrea para Juana porque su inteligencia (su “caballito de mar”) se escapa por la web profunda, como si hubiese pasado a formar la franja blanca del río en bajante, un “osario de personas muertas”: “Ya no hay madre, ni memoria, ni hija”, se dice.

Para la hermana mayor hay un consuelo: si los hombres son “figuras planas a las que es imposible rodear con los brazos”, podrá acercarse a Juana al final de la Trilogía y “completar el abrazo”. “La flor no existe sin el ojo que la mire”, explica la narradora. Y entre ambas, hay otra vez un cúmulo de personajes secundarios que son fundamentales para la trama, aunque siempre en función de las hermanas, como Dalezio (la pareja de Juana), Clara (la alumna de Dalezio) o Bautista (el ex marino que termina juntando su destino con Andrea para llegar a Nueva Ensenada.


. Contra la realidad, presciencia


Además de las representaciones (distorsionadas) de la realidad que hemos mencionado, la Trilogía ostenta una causalidad ficcional que la acerca al Fantasy: parece regulada por un precepto de presciencia: adivinas, lecturas de signos, predestinación de los hechos futuros. Las hermanas Blanco, como ya sabemos, son antitéticas y tienen una relación sustentada por continuos malentendidos. Quizás esos errores de interpretación nazcan de las diferencias “etimológicas” y “bautismales”: Andrea (“varón fuerte, valiente”) y Juana (“gracia de Dios”), dice la narradora de Pichonas. La primera es épica y busca señales en la realidad (“¿Habrá mañana?”, se pregunta); la segunda es metafísica (“Era usual que –Juana– agitara la realidad hasta embarullarla y en seguida su cabeza se llenara de líneas escritas por autores que recordaba”).

La incompatibilidad deriva de que fueron criadas por sus padres “como hijas únicas”, “a contra turno” y forjaron sus “propios secretos a espaldas de la otra”. Es decir, con rencor: “Se habían odiado de la manera en que se odian las hermanas”. La principal tergiversación en sus resoluciones proviene de un dato equivocado, una falla de infancia: ambas presumen que la otra tuvo una crianza privilegiada, pese a que las dos estuvieron ceñidas por el horror familiar y político de la Argentina. A Juana le parecía “inútil tener una hermana”. A Andrea, no, ya que usaba a su hermana “como una tabla de signos que podía devolverle los sueños por contraste”. Un espejo con imágenes refractadas porque estaban separadas en géneros literarios: Juana está criada en el Teatro; Andrea, entre los proverbios. No es casual entonces que Andrea se hubiese especializado en analizar los mensajes ocultos de bebé a partir de “sus signos de alarma” y detectara enfermedades a partir de ello.

Hay un escenario, sin embargo, que preanuncia la unión de las hermanas: “Como si ser iguales hubiera sido su destino y un cuchillo las hubiera separado, dejando partes distintas a cada una”. La idea de presciencia aparece en la consulta a una vidente (la Marta de Pichonas) que concluye que Andrea está “marcada” y le entrega una carta de Tarot –compuesta por un diablo-animal, un hombre y una mujer encadenados– que representa, según algunas interpretaciones, la responsabilidad, la seriedad y la constancia. Y a Capricornio, signo astrológico de tierra. Como si la narración las llevara a pensar que una no conseguiría vivir sin la otra o no conseguiría ser ella misma sin la otra. Los héroes dialógicos, dice Mijaíl Bajtín, siempre tienen un carácter inconcluso.

Jorge no solo regentea una empresa de seguridad sino que también deja adivinar –como en pesadillas– su participación en “grupos clandestinos” de la última dictadura cívico-militar y de la naciente democracia. La cosmogonía que arman los recuerdos de Andrea lo ubican en la mitología, con “categoría de Efigie”: “Nosotros sabemos qué es el bien y qué es el mal”, dice el marido luego abandonado. Él es, asimismo, un participante de la presciencia: se declara “manipulador de apariencias” y pretende trabajar sobre la memoria eidética de la gente.

Tampoco está exenta de esa particularidad la madre de ambas: Ciella ocultaba la vida con método detrás de su carrera en el teatro (“Escondía el nido de posible predadores”) y creía que “la verdad estaba en la ficción”. Es justo allí, en el teatro –en lo familiar que se vuelve siniestro– donde un enano que trae “un oscuro vaticinio” comete el abuso y culmina en los “grupos clandestinos”, donde conoce a Jorge y a Dora. Por su parte, esta última creía que frotando sus dedos “nacía materia” y que era “asertiva respecto de su destino”. En suma, un mundo de pretendidas pitonisas y pitonisos: gente que parece loca si uno los ve cuando están solos, dice la narradora, que insiste: “La locura convive con nosotros todo el tiempo”.

Pero no hay que examinar las estructuras significativas de estas tres novelas en sus argumentos, sino en sus palabras y su sintaxis, esencialmente porque la poesía inmersa en la prosa es engañosa, desvía a los lectores del propósito en que, creemos, se basa: de modo subrepticio, instala como trasfondo del desastre ecológico que se avecina en la Tierra por la escasez y por el despilfarro de agua. Claro que no denuncia ni afirma, sino que sugiere, lo que hace más interesante el relato.

Un logro incontrastable de Aboaf es que su escritura coloca el futuro alotópico a la vuelta de la esquina y en un territorio reconocible para sus lectores. Las condiciones de posibilidad de que se produzca una catástrofe como la que profetiza nos obliga a advertir que nuestra simulada normalidad no es tan normal como suponemos. Esta expedición que emprende la “Trilogía del Agua” se edifica con enunciados que consiguen impulsar una duda en sus lectores: ¿Y si pasara realmente esto que, en efecto, puede pasar o quizás ya esté pasando?

Las pesadillas radicadas en las tres novelas tienen, empero, un antídoto: “Hay que desconfiar de las biografías y de los cuentos que uno se cuenta”, nos dice la narradora, que explica así su propia articulación semántica. Estamos seguros de que los lectores encontrarán muchas más ideas a los largo de esta historia líquida, que comienza con una lluvia torrencial (el día del reencuentro de las hermanas), sigue a la vera de los cursos del Delta y finaliza con un nuevo Mito de El Dorado en Nueva Ensenada. Además estamos seguros que si el filósofo norteamericano Marshall Bergman hubiese leído la Trilogía, habría reformulado una de sus citas más conocidas: todo lo sólido se desvanece en el agua, principalmente las relaciones afectivas.

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Nota

[1] – Gregorio Samsa es el personaje de la novela La metamorfosis o La transformación, de Franz Kafka.

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Glosario

. Alotopía: La etimología de la palabra (de las voces griegas allos: otro y topos: lugar) remite a “un lugar otro”, un territorio ubicado fuera de la representación de Lo Real. En general, se caracteriza por ser lejano y extraño, por estar situado cronológicamente en el pasado o el futuro, aunque bien puede hallarse en un presente paralelo, siempre desde la perspectiva de un narrador que fue o es contemporáneo a sus lectores.

. Dialogismo / dialógico: El teórico Mijaíl Bajtín afirma que en el interior de la Literatura –principalmente en la novela– los discursos son polifónicos, dialogan entre sí y ninguno de ellos predomina sobre los demás. Por eso, los llama dialógicos: están dirigidos hacia el otro y esperan respuesta del otro. Sin embargo, cuando una voz domina sobre las otras e impone su hegemonía (el narrador omnisciente de la novela decimonónica), lo denomina monológico y, por ende, autoritario. En la novela “realista” abundan los ejemplos. El dialogismo puede ser intertextual –textos que dialogan con otros textos– o intratextual: el mismo texto contiene intercambios de enunciados que exhiben conflictos ideológicos.

. Distopía: en contraste con las utopías (que esbozan mundos ideales), las distopías plantean un patrón de mundo y de sociedad indeseables y peligrosos para el porvenir de los seres humanos o de su hábitat 1984, de George Orwell, es un claro ejemplo.

. Metatopía y Metacronía: se trata de ficciones que desarrollan conjeturas desde las tendencias actuales y anticipan una fase futura y enrarecida del presente, tanto espacial (topía) como temporalmente (cronía). Estas dos formas se corresponden con las posturas más clásicas de la CF.

. Presciencia: el conocimiento de los hechos y las cosas futuras.

. Postapocalíptico: es un subgénero con visos de conspiración y paranoia en boga durante la Guerra Fría, el capitalismo corporativo y la era de la Literatura audiovisual. Se desenvuelve en catástrofes naturales (deshielo de los polos, congelamiento o calentamiento del planeta, epidemias), desastres provocados por un agente maligno que modifica el ambiente (las explosiones atómicas y los experimentos que se escapan de un laboratorio son un clásico y tienen vigencia gracias al Covid-19) o calamidades históricas (las más usuales están vinculadas con desenlaces diferentes de la Segunda Guerra Mundial). 

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Bibliografía

. Aboaf, Claudia. Pichonas. Notanpüan. Buenos Aires, 2014

. Aboaf, Claudia. El Rey del agua. Alfaguara. Buenos Aires, 2016

. Aboaf, Claudia. El ojo y la flor. Alfaguara. Buenos Aires, 2019

. Bajtín, Mijaíl. Teoría y estética de la novela. Taurus, Madrid, 1989

. Eco, Umberto. De los espejos y otros ensayos. En especial: Los mundos de la ciencia ficción. Lumen. Buenos Aires, 1988

. Paul, Alan. Trance. Ampersand. Buenos Aires, 2018

. Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. Premia. México, 1981


© José Luis Cutello, 2021 
Fotos: Notanpüan y Alfaguara
Tríptico: Myrna Leal